La historia de las civilizaciones está contada por aquellas personas quea lo largo de los siglos, gracias a sus obras, sus pensamientos, sus creaciones o su talento; han ocasionado queel mundo, de un modo u otro,avance.
(Édouard-Joachim Corbière; Coatcongar, Ploujean, 1845 - Morlaix, 1875) Poeta francés. Prácticamente ignorado en vida, su popularidad póstuma se inició en el momento en que Paul Verlaine comentó su obra en Los versistas malditos (1884); desde entonces sería apreciado como un señalado respresentante del simbolismo, al lado de figuras como Rimbaud, Lautréamont, Mallarmé o exactamente el mismo Verlaine. De su único volumen de versos, Los amores amarillos (1873), aparece su singular personalidad, contraída, tanto de cuerpo como de espíritu, en una triste mueca sarcástica hacia la vida que lo desfigura miserablemente y lo transporta a fatigarse de todo: de la enorme poesía romántica, de Italia, del amor. Poseyó un originario aprecio de bretón por el mar; su padre, Édouard, oficial de Marina en el momento en que joven, había escrito entonces novelas marítimas.
Ingresado en 1857 en el instituto de Saint-Brieuc, Tristan Corbière volvió a su casa tras treinta meses gracias a su insuficiente salud. Más tarde siguió su capacitación en Nantes; pero, a los dieciséis años, una crisis de reumatismo articular lo dejó deforme para toda la vida y le forzó a renunciar terminantemente a los estudios. Trasladado al sur, no tardó en regresar a su mar de Bretaña; allí, en Roscoff, continuaría hasta 1869. Alto, angosto, extravagante en la indumentaria y los modales, era aficionado a los paseos marítimos en bote o balandro y a la compañía de pintores, que incitaron su pasión de dibujante y caricaturista.
A fines del mencionado año marchó a Italia y llegó hasta Nápoles, como un turista singular y burlón que felizmente se mofaba del "Vesubio y Compañía" y de la región "patria de ingleses". Prefirió su Roscoff, adonde regresó en la primavera de 1870. En la del año siguiente, y asimismo allí, habría de comprender su última ilusión: una mujer llegada de París con su acaudalado amigo, la Marcela de Los amores amarillos, esto es la italiana Armida Giuseppina Cuchiani. En marzo de 1872 se dirigió a su acercamiento en París. Sin embargo, fue éste un amor sin alegría, torturado por la sospecha de que la mujer se moviese solo a impulsos de la compasión o de una curiosidad morbosa.
En París llevó una vida miserable y en lo más mínimo correcta a su quebrantada salud. Colaboró en ciertos periódicos, publicando a fines de 1873, y con la asistencia paterna, Los amores amarillos, que absolutamente nadie supo ver, y proyectó un segundo tomo de versos, Mirlitons. En diciembre de 1874 se le halló desvanecido en el suelo de su pobre habitación y fue llevado en primer lugar a una vivienda de socorro (a la que asistió a asistirle Armida) y después a su Bretaña, donde murió.
La recopilación Los amores amarillos (1873), encargada de su padre, refleja en sus vaivenes la dispar y enferma vida del artista. El carácter corrosivo y antiliterario que dio origen a las primeras creaciones (del que es exhibe visible exactamente el mismo título) domina este extenso cancionero, mezclado de especificaciones, serenatas y también invectivas. Son visibles los anhelos por una vida llena de vida y de sol (de este modo, por servirnos de un ejemplo, en las poesías sobre Nápoles, aún tan desconcertantes) alén de la diaria contemplación del mar tormentoso: verdadero impulso de bretón que hallaba simbólico aun su nombre, con relación a las costas ("corbières") de los contrabandistas. El océano intentó la mejor inspiración de Corbière, por el aprecio que le acerca a los peligros y fatigas diarias y ásperas de sus paisanos.
Entre refinamientos y también impulsos de "dandy" byroniano, entre groserías y aires rebuscados de tipo barroco, Corbière sabe manifestar no obstante una humanidad rica de débil que ansía la paz, el cariño y la realidad. Su mal nace de una continua angustia no dominada por el espíritu, entregado en demasía a las cosas, a su fascinación y a su infortunio. Por ello Paul Verlaine dio popularidad al poeta al concederle el primer sitio en Los versistas malditos, poniéndolo como un ejemplo de una busca lacerante de poesía que los simbolistas y los decadentes franceses del fin de siglo debían contemplar como la de un precursor.
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