Teresa de la Parra

La historia universal la cuentan los hombres y mujeres quea lo largo de los siglos, gracias a su proceder, sus ideas, sus innovaciones o su ingenio; han hecho queel mundo, de una forma u otra,prospere.

Ya sea inspirando a otros o formando parte de la acción. Teresa de la Parra es uno de esos seres humanos cuya vida, sin duda alguna, merece nuestra atención por el grado de influencia que tuvo en la historia.Comprender la biografía de Teresa de la Parra es comprender más sobre una época concreta de la historia de la humanidad.

Si has llegado hasta aquí es porque eres sabedor de la trascendencia que detentó Teresa de la Parra en la historia. La manera en que vivió y aquello que hizo mientras permaneció en este mundo fue decisivo no sólo para las personas que conocieron a Teresa de la Parra, sino que a lo mejor legó una huella mucho más insondable de lo que podamosfigurar en la vida de gente que tal vez nunca conocieron ni conocerán ya jamás a Teresa de la Parra de forma personal.Teresa de la Parra ha sido uno de esos seres humanos que, por alguna causa, merece ser recordado, y que para bien o para mal, su nombre nunca debe borrarse de la historia.

Conocer lo bueno y lo malo de las personas relevantes como Teresa de la Parra, personas que hacen rodar y cambiar al mundo, es algo básica para que seamos capaces de apreciar no sólo la existencia de Teresa de la Parra, sino la de todas aquellas personas que fueron inspiradas por Teresa de la Parra, aquellas personas a quienes de de una u otra forma Teresa de la Parra influenció, y ciertamente, entender y comprender cómo fue el hecho de vivir en la época y la sociedad en la que vivió Teresa de la Parra.

Vida y Biografía de Teresa de la Parra

(Ana Teresa Parra Sanojo; París, 1889 - Madrid, 1936) Escritora venezolana considerada, al lado de Rómulo Gallegos, la novelista más esencial de la primera mitad del siglo XX en su país. Su padre, Rafael Parra Hernáiz, era cónsul de Venezuela en Berlín; su madre, Isabel Sanojo Ezpelosín de Parra, descendía de una rancia familia de la sociedad caraqueña. "Tanto mi madre como mi abuela pertenecían por su forma de pensar y sus prácticas a los restos de la vieja sociedad colonial de Caracas", escribía Teresa de la Parra en 1931, en una corto reseña autobiográfica.

En esa reseña declaraba haber nativo de Venezuela, y si bien París dista nueve mil km de Caracas, solamente puede decirse que mintiera, puesto que la niñez de Ana Teresa transcurrió cerca de la ciudad más importante venezolana, en la hacienda familiar de Tazón. Poco tras fallecer su padre, en 1900, se trasladó con su madre y hermanos a España, y en 1902 ingresó en el valenciano internado del Colegio del Sagrado Corazón de Godella.

Estos años formativos, los de su niñez y adolescencia, dejaron una profunda huella en la autora: los recuerdos de Tazón darían vida a la hacienda Piedra Azul de Las memorias de Mamá Blanca (1929), y el internado se transformaría en el marco formativo de María Eugenia Alonso, la heroína de Ifigenia.

La carrera literaria de Teresa de la Parra muestra tres instantes precisamente distinguidos. Sus primeras incursiones fueron unos breves cuentos, de tema fantasioso mucho más que fabuloso y tintes de forma vaga orientalizantes, y el períodico apócrifo "de una caraqueña por el Lejano Oriente", anunciado en la gaceta Actualidades, que dirigía Rómulo Gallegos.

El relato MamáX, que le valió en 1922 el premio literario de un períodico de Ciudad Bolívar, pasó entonces a ser parte de una narración mucho más larga, el Diario de una señorita que se fastidiaba (matriz narrativa de Ifigenia) anunciado ese año en gaceta La lectura semanal, que dirigía por José Rafael Pocaterra. Posteriormente, Teresa de la Parra recordaría ese año de 1922 como el del comienzo de su auténtica vocación de autora.

Esta vocación dio sus frutos en París, localidad donde fijó su vivienda en 1923. Allí verían la luz sus 2 novelas: en 1924 Ifigenia, traducida al francés por Francis Marmande y elogiada por Miguel de Unamuno y Juan Ramón Jiménez. En ella se relatan las contrariedades de la heredera de una familia acomodada caraqueña venida a menos y se explora, por vez primera en la narrativa venezolana, el planeta y la sensibilidad de una mujer. En la segunda, Las memorias de Mamá Blanca (1929), encontramos una crónica familiar que salva y recrea, con una facilidad que no elude la maestría narrativa, las voces y el charla venezolanas de su época, al unísono que evoca con lucidez un planeta para toda la vida perdido: el de la aristocracia criolla.

En París llevó el género de vida que convenía a una señorita de la buena sociedad caraqueña: ayudar a recepciones en embajadas y frecuentar a escritores latinoamericanos. Inició entonces con el diplomático y escritor ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide una amistad, cariñosa primero, después entrañable y fraternal, que quedó documentada en un nutrido epistolario.

Esta segunda etapa, la de la asunción plena de su vocación, fue asimismo la de su otra enorme amistad, cariñosa y sororal, con la autora cubana Lidya Cabrera, a quien conoció en 1927 en el transcurso de un viaje a Cuba en el que representó a Venezuela en la Conferencia Interamericana de Periodistas y disertó sobre "La predominación esconde de las mujeres en el Continente y en la vida de Bolívar".

Cabrera la acompañó hasta el último instante a lo largo de su dolorosa peregrinación por sanatorios suizos y españoles, en pos de la irrealizable curación de su tuberculosis. La patología, cuyos primeros síntomas se manifestaron en 1931, alteró de raíz su personalidad y su historia. Con en relación a su obra, sería mucho más acertado decir que la patología agudizó cierto giro que la autora había empezado a ofrecer desde su período de charlas del año previo. "Ordenar las expresiones a la vida, renunciando a sí mismo, sin moda, sin metas de éxito personales, es lo único que me atrae de momento", escribía en 1930 al historiador venezolano Vicente Lecuna.

Brotó entonces el emprendimiento, que no alcanzó a efectuar, de redactar una "biografía íntima" de Simón Bolívar que evitara las comodidades de la novela histórica, que Teresa afirmaba detestar. Salvando las distancias entre autores tan disímiles, puede decirse que Teresa de la Parra fue la primera en concebir un concepto que ejecutarían, en muy diferentes registros, Álvaro Mutis en su cuento El último rostro y Gabriel García Márquez en El general en su laberinto.

Hasta su muerte en 1936, Teresa de la Parra no dio solamente a la imprenta. Sus escritos nuevos, no obstante, tienen el peso y la relevancia de su obra editada. Su epistolario, más que nada, es un monumento de madurez reflexiva y un inigualable ejercicio de diálogo amoroso y amistoso. En 1947 sus restos fueron trasladados a Caracas y también inhumados en el Cementerio General del Sur. El 7 de noviembre de 1989 fueron enterrados en el Panteón Nacional, transformándose en la primera mujer venezolana en traspasar en este mausoleo.

Ifigenia

Refulgente mezcla de períodico y novela epistolar, Ifigenia expone el drama de una muchacha mujer de buena familia venida a menos, en la mitad de una sociedad que no le deja expresar sus ideas ni seleccionar su destino, y el desengaño estoico con el que su heroína, clase de Emma Bovary caraqueña al modo de Flaubert, termina asumiendo otro que le viene impuesto por su ambiente y situaciones.

No es solo la felicidad, vivacidad y animación del estilo en que está redactada (a Teresa de la Parra merece llamársela entre los tradicionales de la joven literatura venezolana) lo que la hizo tan habitual, sino más bien el enfrentamiento que expone. Ifigenia desea expresar el choque entre las viejas maneras de vicia de la aristocracia criolla y la urgencia de novedosas fuerzas económicas y sociales. La catástrofe se encarna en María Eugenia Alonso, una bella chica de la sociedad de Caracas que, tras haber estudiado en Europa, regresa a Venezuela a padecer la pobreza disimulada y el enclaustramiento usual que le impone su estricta y muy puritana familia. Ella quisiese liberarse por el trabajo y la civilización, pero le hostigan los intolerantes jefes de la tribu. Muchas mujeres venezolanas del pasado vivieron de esta forma, en resignación y sin queja, y de esta forma debe de vivir la personaje principal de la novela, equiparada de manera simbólica con la heroína griega del título.

Con arte admirable, la novela interpreta el planeta desde un ángulo absolutamente femenino y cuenta desde él, con ironía y agudeza, la vieja demanda de los sexos. La popularidad de Ifigenia sigue por la certeza y también talento (que no excluye el patetismo) con que detalla el inconveniente de la mujer venezolana a principios del siglo XX. Al prominente mérito literario de la obra se añade el de expresar un instante de crisis y cambio en la sociedad criolla. Desde este criterio histórico, merece la pena cotejar otras resoluciones y análisis del inconveniente femenino en prosistas de venezuela siguientes a Teresa de la Parra, como Trina Larralde, en su novela Guataro (1937), y Antonia Palacios en su libro Ana Isabel, una pequeña aceptable (1950).

Las memorias de Mamá Blanca

Inspirándose en recuerdos personales y en las contrariedades de su familia, vividos extensamente en una larga y patriarcal "hacienda" venezolana antes de establecerse en Caracas, Teresa de la Parra teje en Las memorias de Mamá Blanca una elegía de todo el mundo encantado de la niñez que, similar al paraíso antes del pecado, está satisfecho de sí, por el hecho de que ignora aquello que hay alén de sus y dichosos confines.

Las refinadas características de la autora se dan a conocer por su conciencia literaria, sutil y omnipresente, que transfigura y llena de símbolos a sus mucho más fáciles individuos: Blanca Nieves, la personaje principal, llamada por broma de sus hermanas "boca abierta", es soñadora y "poeta", habiendo heredado de su madre un estupor estupefacto y un romántico desdén en frente de la verdad, estupor y desdén que se muestran en ella teñidos de un pudor mucho más íntimo y vibrante. Lo opuesto de Blanca es Evelyn, la nodriza mulata, con algo de sangre anglosajona en sus venas, que representa el espíritu positivo y emprendedor y no deja de tener acólitos entre exactamente las mismas hermanas de Blanca.

Envueltos de una simbología literaria, en ocasiones velada de ironía, y sobre un fondo, en cierta manera alegórico, del Edén de la niñez, se mueven los individuos primordiales, a los que la autora añade otros como concesión a cierto gusto por la galería de tipos premeditados a enseñar una visión sintética de la sociedad campesina venezolana a fines del siglo XIX: el primo Juancho, tipo del político utopista, docto y distraído, amable y anglófilo hasta la disparidad; el viejo jardinero Vicente Cochocho, que vive "con la sosiega seguridad de los vegetales y de los dioses" en una íntegra y homérica sabiduría; el vaquero Daniel, poeta habitual de gusto romántico a evaluar por los nombres dados a las bestias que tiene a su precaución.

La serie de estos individuos, que en ocasiones semeja disolverse en el gusto autónomo por el esbozo, se guarda firmemente, adjuntado con el tenue pero fuerte hilo de la memoria, por la emoción evocadora, que agrupa en una atmósfera de mágico realismo los datos desperdigadas del recuerdo. Pero Blanca tiene, según su nombre, todos y cada uno de los pelos blancos y ahora mismo su planeta infantil y recóndito forma una conquista perdurable y, al tiempo, una pérdida irreparable. Ya que (y esta es la substancia de toda la historia) "debemos preservar los recuerdos en nuestro interior, sin regresar jamás a posarlos temerariamente sobre cosas y personas que mudan con los cambios de la vida".

La obra de Teresa de la Parra

Teresa de la Parra fue la primera autora venezolana que consiguió reconocimiento crítico fuera de su país. Sus 2 novelas tuvieron una gran difusión en Francia, España y también Hispanoamérica justo después de su publicación en los años veinte, y la autora recibió el homenaje de Miguel de Unamuno y Juan Ramón Jiménez. El pensador vasco le envió una sucesión de pormenorizadas notas a su novela Ifigenia, y uno de sus agudos comentarios se refiere al tema del espéculo, recurrente en esta obra: "Como uno se olvida de sí, Teresa, desdoblándose y vaciándose, es a fuerza de mirarse en el espéculo". El poeta de Moguer redactó una honda nota obituaria, que publicó El Sol de Madrid un mes tras la desaparición de la autora, acontecida en 1936 en el sanatorio de Fuenfría, en la sierra de Guadarrama, tres meses antes de reventar la guerra civil de españa.

En el momento en que el planeta literario español empezó a alzar cabeza, tras el largo túnel del franquismo, los españoles que admiraron a la venezolana habían desaparecido de escena. Además, el estruendoso boom latinoamericano impuso de forma rápida otros nombres y noticias.

En Venezuela, la fortuna póstuma de su obra no fue mucho más favorece. El año de la desaparición de Teresa de la Parra fue asimismo el de la liquidación del régimen de Juan Vicente Gómez en Venezuela. El país despertaba de prácticamente tres décadas de una dictadura que lo había mantenido en un aislamiento prácticamente total del resto de todo el mundo. En pocos años Venezuela dejaría de ser "la gran hacienda" de Gómez para comenzar una furiosa transformación de sus instituciones políticas y construcciones económicas y sociales.

Para los de venezuela que rechazaron el gomecismo, la figura y la obra de Teresa de la Parra poco o nada se avenían a las demandas actualmente. Sus 2 novelas, tal como el período de charlas que sobre "La relevancia de la mujer de america a lo largo de la Colonia, la Conquista y la Independencia" dictó en Bogotá y Barranquilla en 1931, dejaban la imagen de una autora que miraba hacia atrás y recreaba en su obra hábitos y códigos sociales que varios de venezuela de entonces asociaban con el regionalismo y atraso que deseaban sobrepasar.

A estas situaciones, y al hecho de que fuera considerada a lo largo de largos años como la afrancesada autora de obritas inferiores, se sumó la lluvia de anatemas que desató entre los críticos de venezuela mucho más conservadores su primera novela, Ifigenia (1924), la que, según contaba exactamente la misma autora, fue calificada de "volteriana, pérfida y peligrosísima a cargo de las señoritas contemporáneas".

Si algo caracteriza a la escritura de Teresa de la Parra es su limpidez y transparencia. Su narrativa, que nace en el instante álgido de la modernidad literaria, se apunta por su rechazo de la experimentación formal y lingüística. Ella misma aceptaba, sin trazo de pudor o soberbia, que el arte de su época (el cubismo o el dadaísmo, que había popular en sus años parisinos) no le afirmaba nada.

Extraña a la modernidad, su obra es una puerta abierta hacia el pasado. Pero no al ominoso pasado de los historiadores, cargado de heroicidades sanguinolentas, sino más bien a su cuerpo y voz vivos, a los cuentos, anécdotas y cuentos familiares. Su bisabuela había sido verdadera; su tía, Teresa Soublette, descendía de Carlos Soublette, entre los próceres de la Independencia; su mejor amiga, Emilia Ibarra, de un edecán de Bolívar. La historia de Venezuela no era para Teresa de la Parra la descarnada relación de los manuales sino más bien una memoria viva; si aquella era tema de hombres, ésta vivía y se transmitía de abuela a madre y de madre a hija. Su feminismo, que ella misma calificaba de "moderado", se alimentaba de estas fuentes. A diferencia de Rómulo Gallegos, lo criollo y americano de su obra no es un axioma mucho más en la demostración de una proposición, sino más bien la asunción plena de una tradición vivida que encarna en una lengua y unas formas.

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