Ya sea inspirando a otros o formando parte de la acción. Santa Isabel de Portugal es uno de esos seres humanos cuya vida, en verdad, merece nuestra atención debido al grado de influencia que tuvo en la historia.Comprender la existencia de Santa Isabel de Portugal es comprender más sobre etapa determinada de la historia del ser humano.
Si has llegado hasta aquí es porque tienes conocimiento de la importancia que detentó Santa Isabel de Portugal en la historia. La manera en que vivió y las cosas que hizo en el tiempo en que permaneció en este mundo fue determinante no sólo para aquellas personas que frecuentaron a Santa Isabel de Portugal, sino que quizá dejó una huella mucho más honda de lo que logremosconcebir en la vida de gente que tal vez jamás conocieron ni conocerán ya jamás a Santa Isabel de Portugal en persona.Santa Isabel de Portugal fue una de esas personas que, por alguna razón, merece ser recordado, y que para bien o para mal, su nombre nunca debe borrarse de la historia.
Apreciar las luces y las sombras de las personas significativas como Santa Isabel de Portugal, personas que hacen rotar y transformarse al mundo, es algo básica para que podamos valorar no sólo la existencia de Santa Isabel de Portugal, sino la de todos aquellos y aquellas que fueron inspiradas por Santa Isabel de Portugal, personas a quienes de de una u otra forma Santa Isabel de Portugal influenció, y ciertamente, comprender y entender cómo fue vivir en el momento de la historia y la sociedad en la que vivió Santa Isabel de Portugal.
(Santa Isabel de Portugal o de Aragón; Zaragoza, hacia 1274 - Estremoz, Portugal, 1336) Reina de Portugal. Merced a su matrimonio con el monarca luso Dionís, fue reina de Portugal entre 1288 y su fallecimiento, periodo a lo largo del como contribuyó de manera definitiva a la consolidación de la monarquía en el país ibérico.
Hija de Pedro III de Aragón y de Constanza de Nápoles, y en consecuencia nieta de Jaime I el Conquistador y del emperador Federico de Suabia, recibió una esmerada educación palaciega, de conformidad con los postulados de su temporada, si bien semeja que desde muy joven la princesa Isabel ahora resaltó por tener una personalidad piadosa y dadivosa.
Antes de cumplir los diez años, no obstante, su padre había entablado negociaciones con el monarca portugués, a través de los embajadores Conrado de Lanza y Beltrán de Vilafranca, para el matrimonio entre su hija y el rey luso. Este aceptó gustoso, y donó a la princesa, en calidad de arras, los señoríos de Obidos, Abrantes y Porto de Mos, donación verificada en el mes de abril de 1281.
Con las negociaciones ahora destacadas, en el mes de febrero de 1288 una embajada de Dionís con sus mucho más esenciales consejeros, João Velho, João Martins y Vasco Pires, llegaba a Barcelona para festejar el matrimonio por poder y, ahora, escoltar a la princesa hasta la villa portuguesa de Trancoso, donde se iba a festejar la liturgia religiosa. Finalmente, el 24 de junio sucedió el link, seguido de la celebración de unas fiestas ensalzadas por la historiografía como las mucho más esenciales de la Plena Edad Media lusa.
Tras el matrimonio, la vida de la reina Isabel empezó a enseñar la dualidad de letras y números que marcarían su devenir biográfico: por un lado, su carácter caritativo y piadoso; por otro, la fortaleza política de una mujer que, enfrentada a enormes vaivenes gubernativos, logró lo viable por sobreponerse a los hechos. En principio, la vida en la corte portuguesa no era, ni por asomo, similar a la exquisitez de la aragonesa. La ambición del estamento nobiliario portugués, copado en buena medida por los propios integrantes de la familia real, era cada vez mayor, encarnado en especial por Alfonso, hermano del rey, y asimismo su primordial enemigo para sostener la paz del reino, ya que no dejaba de planear para derruir a Dionís del trono. Muy próximamente se le uniría la rebeldía del hijo primogénito.
En los primeros tiempos de su estancia en Portugal, la reina Isabel empezó a ganarse las simpatías del pueblo luso por su carácter piadoso y devoto, ya que el pueblo siempre y en todo momento ha admirado de forma especial esta veta altruista de sus mandatarios, más que nada en un cosmos espiritual como era el planeta medieval. De esta forma, las continuas fundaciones religiosas de la reina Isabel (como el de San Bernardo de Almoster), la contribución al sostenimiento de otras (primordialmente, el lisboeta monasterio de la Trinidad), tal como los centros de salud de asistencia fundados por ella (en Coimbra, Leiría y Santarém), asistieron a que su popularidad entre el pueblo fuera entre las de mayor nivel entre los mandatarios medievales.
Los inconvenientes, no obstante, han comenzado a llegar por los continuos combates, primero verbales, después maquinadores, de su cuñado Alfonso, deseoso de hacerse con el trono portugués en menoscabo de su hermano, el rey Dionís; por otro lado, las continuas infidelidades de este, lógicamente, no hacían presagiar un matrimonio bastante bien avenido, ya que, más allá de que la bastardía regia era un fenómeno parcialmente tolerado en el período medieval, las acusadas convicciones morales de la reina Isabel lo desaprobaban completamente.
A pesar de esto, la reina acogió a los hijos bastardos de Dionís en la corte, y si no los trató como a su descendencia, cuando menos les mostró el respeto que debía como reina y cristiana. Esta acción piadosa, no obstante, empezó a ser una fuente de inconvenientes tras el nacimiento de los 2 primeros hijos de Dionís y también Isabel: la infanta Constanza (1290-1313), que se casó con el rey de Castilla, Fernando IV, y el príncipe Alfonso (1291-1357), que sería más tarde rey como Alfonso IV. Los inconvenientes se agudizaron en la segunda década del siglo XIV, ya que Alfonso (cuyo alias era el Bravo, por fundamentos obvios) empezó a alarmarse por el inigualable ascendiente que, en la corte de Dionís, en su consejo y en la toma de resoluciones políticas, había empezado a contraer entre los hijos ilícitos del rey, el infante Alfonso Sánchez.
Frente a la sospecha de que Dionís había pedido a la Santa Sede la concesión de legitimidad para su hermano, en menoscabo de su ingreso al trono, Alfonso el Bravo decidió sublevarse, contado con determinada asistencia diplomática de la regente de Castilla, la reina María de Molina. Dionís, enfurecido, arremetió contra su hijo de forma beligerante, lo que significó el comienzo de las hostilidades paterno-filiales, apoyados los dos en una parte de la aristocracia lusa similar a sus causas.
Por lo relacionado a la reina Isabel, aparte del profundo mal que una madre podía sentir al notar peleando a padre y también hijo, la cuestión fue un tanto mucho más dificultosa. Desde 1318, las tropas de Alfonso instalaron su base de operaciones en el norte del país, en Coimbra y Leiría. Casualmente, el señorío de esta última villa había sido concedido por Dionís a su mujer, con lo que el rey debió entrever en su toma por Alfonso una alguna participación de Isabel en la conspiración de su hijo.
El resultado fue que la reina fue privada del señorío, la jurisdicción y las rentas de Leiría, aparte de pasar a residir, bajo fuerte supervisión militar, en el castillo de Alemquer. A la desesperación de Isabel se unió el miedo de que, en la primavera de 1319, los dos ejércitos parecían confrontar en Leiría, si bien por último Alfonso escapó hacia Santarém.
Durante 2 largos años, 1319-1321, los incondicionales de Alfonso mantuvieron una suerte de guerra de guerrillas contra el ejército real en la región norte del país, rehusando siempre y en todo momento el combate directo siendo el enemigo superior en número. Durante 1321, Alfonso de apoderó de Coimbra, Montemor o Velho, Feira y Oporto, y llegó a sitiar Guimarães, uno de los más importantes bastiones de su padre. Al comprender las novedades del frente, la reina Isabel logró huír de su supervisión en Alemquer para dirigirse hacia esta última localidad, con el fin de realizar a su hijo abandonar de su vano intento, asegurándole que no había ninguna intención, por la parte de Dionís, de subrogarle su legitimidad al trono.
A pesar de esta intervención, y de contar con el apoyo de otro de los bastardos de Dionís, Pedro, conde de Barcelos, Alfonso no renunció de su intento, y considerablemente más al comprender que las tropas reales, con su padre adelante, asediaban la guarnición alfonsina de Coimbra. Hacia allí se dirigió con su ejército, comitiva seguida muy cerca por la reina Isabel quien, instantes antes de la inminente guerra, logró lo irrealizable: forzar a padre y también hijo a la concordia, si bien no ha podido eludir una escaramuza antes de su llegada.
El acuerdo consistía en que Alfonso se retiraría a Pombal y Dionís a Leiría, para licenciar a sus respectivas tropas; más tarde, el rey prometería respetar el derecho de sucesión si su hijo le prestaba un homenaje público de lealtad. Aunque no se conoce con seguridad si se causó, la verdad es que la primera intervención de la reina Isabel se saldo de manera exitosa, más allá de que efímero, ya que la chispa de la guerra civil no tardaría en alcanzar gracias a los intereses particulares de la aristocracia que apoyaba al príncipe rebelde. A los pocos meses, nuevamente Alfonso, encabezando un ejército nobiliario, se dirigió desde Santarém hacia Lisboa, más allá de que el rey le había amenazado, a través de múltiples mensajeros, a que se detuviera.
De nuevo fue preciso que la reina, montada a caballo, se interpusiese entre los dos contricantes para parar el derramamiento de sangre. Desde entonces, el ejemplo de la reina Isabel, entre los mucho más inusuales en el período medieval, no fue bastante a fin de que se calmaran las ansias de su hijo, y bastante menos a fin de que la ambición aristocrática se frenase. En cualquier situación, y para conmemorar la ocasión, la reina deseó engalanar el sitio con la edificación de un monumento, ubicado en el presente Campo Grande (Lisboa), en recuerdo de la paz conseguida allí para todo el reino.
Poco tiempo después, en 1325, murió el rey Dionís y, más allá de determinadas adversidades por el cuidado de la nobleza, la sucesión, en mano de Alfonso IV, pareció efectuarse sin precisar crueldad por ninguna parte. La desaparición de entre los personajes principales del enfrentamiento prácticamente fue la razón de que este acabara; de este modo debió comprenderlo la reina Isabel, tras sus intentos de mediación, puesto que, tras el entierro del rey en el cenobio de Odivelas, radicó cierto tiempo en ese rincón, donde, indudablemente, recobró sus verdaderas inquietudes espirituales, alejadas a lo largo de los tiempos conflictivos.
Al año siguiente, 1286, la reina Isabel regresó a Coimbra, donde creó el monasterio de Santa Clara-a-Velha y un hospital para la asistencia a los mucho más desfavorecidos socialmente. No profesó la clausura clarisa, pero sí vivió en el convento una vida de austeridad espiritual a lo largo de los años siguientes; buena exhibe de su cultivo de la espiritualidad son ámbas peregrinaciones a Santiago de Compostela llevadas a cabo en 1327 y en 1335, como una peregrina mucho más, sin otra compañía que ciertas damas de su vieja corte que, por fundamentos del mismo modo, que tienen piedad, desearon acompañarla.
Exactamente al regreso de la última peregrinación, en 1336, la reina tuvo novedades de nuevos enfrentamientos familiares, en esta ocasión entre su hijo, Alfonso IV, y el rey de Castilla, Alfonso XI, que era nieto de Isabel. Las tropas portuguesas habían sido nuevamente armadas para intervenir en el país vecino, y se encontraban concentradas en Estremoz, rincón al que se dirigió la reina para, otra vez, intervenir en un enfrentamiento familiar. Fue recibida por su hijo en el castillo de la citada villa, pero, sintiéndose enferma, se retiró a reposar. Unas escasas horas después, el 4 de julio de 1336, fallecería, no sin antes haber hecho jurar a su hijo que de ningún modo se encararía de forma fratricida con su nieto, y sobrino del propio rey.
La intervención pacifista de Isabel la acompañó, como se puede revisar, hasta su lecho de muerte. Fue enterrada en el convento de clarisas de Coimbra que ella misma había fundado, si bien fue transportado más tarde hacia Santa Clara-a-Nova, donde descansa hoy en día. Su actividad piadosa, tal como el grato recuerdo que dejó tanto en Portugal como España, fueron fundamento a fin de que su historia de historia legendaria se engrandeciese claramente. De este modo, en tiempos del monarca luso Manuel el Afortunado se empezaron los trámites para su canonización. Fue beatificada el 15 de abril de 1516, a través de bula del papa León X, más allá de que únicamente para el obispado de Coimbra. Su determinante canonización sucedió el 25 de mayo de 1625, al cargo del papa Urbano VIII.
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