Napoleón III

La historia de las civilizaciones está escrita por las mujeres y hombres quea lo largo del tiempo, gracias a sus obras, sus pensamientos, sus creaciones o su talento; han originado quela humanidad, de una forma u otra,progrese.

Comprender las luces y las sombras de las personas destacadas como Napoleón III, personas que hacen rodar y cambiar al mundo, es algo fundamental para que podamos valorar no sólo la existencia de Napoleón III, sino la de todos aquellos y aquellas que fueron inspiradas por Napoleón III, personas a quienes de un modo u otro Napoleón III influyó, y ciertamente, comprender y entender cómo fue el hecho de vivir en la época y la sociedad en la que vivió Napoleón III.

Las biografías y las vidas de personas que, como Napoleón III, seducen nuestra atención, tienen que servirnos siempre como referencia y reflexión para ofrendar un marco y un contexto a otra sociedad y otra época de la historia que no son las nuestras. Hacer un esfuerzo por comprender la biografía de Napoleón III, el motivo por qué Napoleón III vivió del modo en que lo hizo y actuó del modo en que lo hizo durante su vida, es algo que nos ayudará por un lado a comprender mejor el alma del ser humano, y por el otro, la forma en que se mueve, de forma inexorable, la historia.

Vida y Biografía de Napoleón III

(Carlos Luis Napoleón Bonaparte; París, 1808 - Chislehurst, Kent, Inglaterra, 1873) Presidente de la República y emperador de Francia. Era sobrino del primer Napoleón y quizá hijo natural de el. En su juventud tuvo una trayectoria como conspirador liberal, participando en los movimientos revolucionarios italianos de 1831; y desde el instante en que, en 1832, heredó la «jefatura» de la dinastía Bonaparte por la desaparición del duque de Reichstadt, se dedicó a procurar la conquista del poder protagonizando sendos intentos frustrados de deponer a Luis Felipe de Orléans, uno en Estrasburgo en 1836 y otro en Boulogne en 1840.

Este último fracaso le costó la condena a cadena perpetua en el castillo de Ham, pero logró evadirse en 1846 y halló cobijo en Inglaterra. De aquella temporada le quedó una mala salud que le acompañaría a lo largo del resto de su historia (reumatismo y inconvenientes nefríticos), una aureola romántica de aventurero y luchador por las libertades, y un círculo de amigos incondicionales en los que se apoyaría a lo largo de su trayectoria política.

La Revolución de 1848, que instituyó en Francia la Segunda República, le dejó regresar al país y formar parte en la política activa. El restablecimiento del voto universal en un país principalmente campesino le dio un éxito electoral inmediato, beneficiándose de la memoria de su tío y de la asociación del nombre Bonaparte con una temporada de orden en independencia y de hegemonía continental de Francia.

Fue tal como se transformó en primer -y único- presidente de la Segunda República en 1848, con un mensaje político ambiguo que planteaba la síntesis entre los principios de la Revolución Francesa de 1789 y los deseos de orden y paz popular que cobijaba la Francia mucho más conservadora: en su mensaje y en su acción de gobierno se mezclarían siempre y en todo momento el autoritarismo contra el «riesgo» de la revolución popular y un reformismo liberal de inclinación democrática (opuesto al predominio de los visibles habituales) e inclusive socialista (bajo la predominación de los acólitos de Henri de Saint-Simon).

Como presidente de la República, Luis Napoleón prosiguió la corriente conservadora mayoritaria en la Reunión: se ganó el acompañamiento de los católicos al dejar la enseñanza privada a cargo de la Iglesia (Ley Falloux, 1849) y también intervenir militarmente para volver a poner el poder del papa contra la República Romana (1849); al tiempo, salvaguardó su imagen presentándose como víctima impotente de las medidas mucho más impopulares de la Reunión. Y, más que nada, se esmeró por acrecentar su poder personal, recortando el voto universal y las libertades.

En 1851 protagonizó un golpe de Estado designado a perpetuarse en la presidencia en oposición a las prescripciones constitucionales, golpe que sancionó después con un plebiscito que ganó apabulladoramente. Había empezado su estilo de gobierno, consistente en una mezcla de autoritarismo personal y apelación directa al pueblo, descartando la intermediación de los partidos y del Parlamento. En 1852 completó la configuración de su dictadura promulgando una carta brindada de corte cesarista, inspirada en la Constitución del año VIII (1799), y restituyendo en su persona la dignidad imperial hereditaria; el que había sido príncipe presidente pasaba a nombrarse entonces Napoleón III, emperador de los franceses.

El carácter dictatorial y el origen violento de aquel Segundo Imperio le forzó a buscar una legitimación suplementaria por la vía de las realizaciones: lanzó una política exterior dirigida a desarmar el orden europeo predeterminado por el Congreso de Viena (1815) y establecer nuevamente el papel de Francia como enorme capacidad mundial, política nacionalista y expansiva que le atrajo la simpatía de las masas populares urbanas (puesto que se presentó como intervención a favor de nobles causas liberales y nacionalistas, como la de la unificación italiana peleando en pos del Piamonte contra Austria, en 1859) y que tenía el beneficio agregada de sostener a los militares atraídos en aventuras exteriores.

En el interior, compensó el recorte de las libertades particulares con una política de reformas sociales apuntada a desmovilizar el potencial innovador del movimiento obrero (legalizando la huelga y también impulsando la organización sindical obrera desde 1864); y se esmeró por impulsar el avance económico apoyando a la enorme industria, facilitando las considerables concentraciones financieras (como la de la banca Péreire), propagando la red de trenes, remodelando las ciudades (principalmente París, rehabilitada bajo la dirección de Haussmann), exportando capitales (por poner un ejemplo, con la construcción del canal de Suez, obra de Lesseps), ampliando los mercados con la expansión colonial (Senegal, Argelia, Nueva Caledonia, Siria, Egipto, Indochina.) y suscribiendo un osado tratado de libre comercio con Gran Bretaña (el Tratado Cobden-Chevalier de 1860). Con todo ello, logró del Segundo Imperio (1852-70) una etapa muy importante en el desarrollo de industrialización de Francia.

La dureza de los siete primeros años de «Imperio autoritario» (1852-59) dejó pasó a un cambio de inclinación mucho más progresista desde la intervención militar en Italia de 1859 (que llevó al régimen a romper con la opinión católica y conservadora, al respaldar la unificación italiana a costa del poder temporal del Papado) y del Tratado comercial de 1860 (que inauguraba una política económica mucho más liberal, enemistando al régimen con una parte de la clase empresarial francesa). Pero este giro no alteró substancialmente las instituciones políticas, que prosiguieron marcadas por el autoritarismo hasta el momento en que, en 1869-70, el régimen inició una evolución hacia el parlamentarismo, en un ensayo de «Imperio liberal» que no llegó a cuajar por la instantánea caída del Imperio.

Esta vino causada por las aventuras exteriores: las primeras se habían visto coronadas por el éxito, por poner un ejemplo, la intervención contra Rusia en la Guerra de Crimea de 1854-55, que llevó al régimen a su instante de máxima gloria con la asamblea del Congreso de paz en París, simultáneamente a la Exposición Universal de 1855 (que proyectó al planeta la imagen de una Francia actualizada y pujante) y al nacimiento de un príncipe heredero del matrimonio de Napoleón III con Eugenia de Montijo (lo que parecía garantizar la sucesión monárquica).

Aquel éxito, completado con el de la guerra de unificación italiana, llevó al emperador a confiar exageradamente en su sueño de poderío universal, animándole a un intento de intervención diplomática en la Guerra de Secesión de america (1861-65), a un emprendimiento de hegemonía francesa sobre América Latina que empezaría por la instauración en México del régimen imperial de Maximiliano I (1864-67) y a la intención de conseguir compensaciones territoriales en Alemania por la «benevolente» neutralidad de Francia en la Guerra Austro-Prusiana (1866); todos esos intentos se saldaron con otros muchos descalabros, que prepararon el fracaso final: dejándose arrastrar por un hecho diplomático sin relevancia (el telegrama de Ems, a propósito de la candidatura de un príncipe Hohenzollern al vacante Trono de España), Napoleón III aceptó proceder a la guerra contra Prusia en 1870, confiando en su aptitud para frenar la capacidad ascendiente de la Prusia de Bismarck y el riesgo de que condujese a conformar un Estado alemán fuerte y unido.

La derrota en la Guerra Franco-Prusiana (1870) fue completa, cayendo aun el emperador preso del ejército prusiano en la guerra de Sedán. Ello provocó el hundimiento del Segundo Imperio en frente de las fuerzas republicanas, al paso que reventaba en París la Revolución de la Comuna y que Bismarck completaba la unificación del Imperio Alemán (declarada en Versalles en 1871) y quitaba a Francia las provincias de Alsacia y Lorena.

Una vez puesto en independencia, el ex- emperador se refugió en Inglaterra, lugar desde donde prosiguió proclamando las virtudes del bonapartismo y demandando sus derechos al Trono, ya que jamás abdicó. El discutido y ambiguo dictador moría tres años después, dejando a la posteridad un modelo de populismo autoritario y modernizador, que indudablemente ha inspirado a políticos como el general De Gaulle.

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