Miguel Hidalgo

Las biografías y las vidas de personas que, como Miguel Hidalgo, atraen nuestra atención, tienen que ayudarnos en todo momento como referencia y reflexión para ofrendar un marco y un contexto a otra sociedad y otra época de la historia que no son las nuestras. Intentar entender la biografía de Miguel Hidalgo, el motivo por qué Miguel Hidalgo vivió como lo hizo y actuó del modo en que lo hizo a lo largo de su vida, es algo que nos impulsará por un lado a vislumbrar mejor el alma del ser humano, y por el otro, el modo en que avanza, de forma inevitable, la historia.

Vida y Biografía de Miguel Hidalgo

(Miguel Hidalgo y Costilla, asimismo llamado El cura Hidalgo; San Diego Corralejo, Guanajuato, 1753 - Chihuahua, 1811) Patriota mexicano que inició la pelea por la independencia.

Sacerdote culto y de destacadas ideas que había trabajado, desde su parroquia en la población de Dolores, por progresar las condiciones de vida de los feligreses, Miguel Hidalgo se integró activamente en los círculos que cuestionaban el estatus colonial y conspiraban para deponer al virrey español. Cuando fue descubierta la conjura en que participaba, su estable determinación y su llamamiento a tomar las armas (el llamado Grito de Dolores, el 16 de septiembre de 1810) lo erigieron en líder de un alzamiento habitual contra las autoridades coloniales.

A punto estuvo el movimiento de lograr y tomar la Ciudad de México; pero un fallo táctico, comprensible en quien no era militar ni estratega, desgastó su situación y terminó con la derrota y ejecución del cura y sus gobernantes. Pese al fracaso, Miguel Hidalgo puso en marcha el desarrollo que conduciría a la independencia de México (1821), y su figura resalta singularmente en la medida en que no hubo en su pelea un afán de poder o una defensa de los permisos de las élites criollas, sino más bien un imperativo ético y un ideal de justicia popular al servicio de sus conciudadanos. Por todo ello es el mucho más admirado de los progenitores de la patria mexicana.

El cura ilustrado

Correspondiente a una acomodada familia criolla, era el segundo de los 4 hijos de don Cristóbal Hidalgo y Costilla, gestor de la hacienda de San Diego Corralejo, y de doña Ana María Gallaga Mandarte. A los 12 años se trasladó a la localidad mexicana de Valladolid (de hoy Morelia), donde efectuó sus estudios en el Colegio de San Nicolás; marchó entonces a la Ciudad de México para cursar estudios superiores. En 1773 se graduó como bachiller en filosofía y teología, y consiguió por oposición una cátedra en exactamente el mismo Colegio de San Nicolás.

A lo largo de los años siguientes efectuó una refulgente carrera académica que acabaría en 1790, en el momento en que fue nombrado rector del Colegio de San Nicolás. En aquella institución tendría como alumno a un joven despejado y voluntarioso, a un acólito ejemplar que lo sucedería no tanto en sus ensueños intelectuales como en sus correrías políticas, y particularmente en la epopeya de dejar en libertad a los indígenas de la secular y despótica opresión de los colonizadores: José María Morelos.

En 1778 había sido ordenado sacerdote; tras recibir las órdenes sagradas, el sacerdote Hidalgo ejercitó en múltiples parroquias. Ya entonces charlaba seis lenguas (español, francés, italiano, tarasco, otomí y náhuatl) y a su biblioteca comenzaban a llegar las proyectos de autores franceses entonces considerados contrarios a la religión y a la corona de españa. Se movió entre amigos y entornos en que se discutían con total independencia las ideas políticas de vanguardia, y llegó a ser denunciado a la Inquisición por expresar conceptos incompatibles con la religión, más allá de que no se le ha podido conformar juicio por carecer de pruebas.

A la desaparición de su hermano Joaquín (en 1803), Miguel Hidalgo lo reemplazó como cura de la población de Dolores, en el estado de Guanajuato. Fue en Dolores donde, aparte de ejercer ampliamente su magisterio eclesiástico, emprendió tareas de enorme reformador y de prócer ilustrado, llevando a la práctica sus ideas entre sus feligreses (en su mayor parte indígenas), en un intento de progresar sus condiciones de vida. Así, el sacerdote se encargó de agrandar el cultivo de viñas, de plantar moreras para la cría de vermes de seda y de promover la apicultura. Promovió también los hornos de ladrillos y una factoría de loza, y animó a la construcción de tinas para curtidores y otros talleres artesanos muy útiles para la prosperidad de la población, lo que le valió el acompañamiento incondicional de los paisanos.

El Grito de Dolores

En 1808, con la invasión de España por las tropas napoleónicas y la consiguiente deposición del monarca español Carlos IV y de su hijo Fernando VII, se inició una época convulsa tanto en España como en América. Surgieron entonces varios conjuntos de intelectuales que discutían cerca de la soberanía y las maneras de gobierno de las colonias.

Desde 1808 Miguel Domínguez, el corregidor de Querétaro, había impulsado la capacitación de un congreso americano y era partidario de una gobernación autónoma. En 1810 se reunían cerca de él múltiples personas que conspiraban contra la autoridad virreinal con el motivo de una tertulia literaria. En las asambleas de Querétaro participaban criollos esenciales, entre aquéllos que se contaban nuestro corregidor y su mujer, Josefa Ortiz de Domínguez; Ignacio Allende, un oficial y pequeño terrateniente; y Juan Aldama, asimismo oficial. Miguel Hidalgo llegó a Querétaro invitado por Allende a inicios de septiembre de 1810.

El propósito de los maquinadores de Querétaro no era la independencia total, cuando menos al comienzo. La iniciativa era deponer al recién nombrado virrey español, Francisco Javier Venegas, y reunir un congreso para gobernar el Virreinato de Nueva España en nombre del rey Fernando VII (que en ese instante estaba preso de Napoleón). Los conjurados planeaban levantarse en armas contra el virrey Venegas el primero de octubre de 1810, pero fueron descubiertos en la época de septiembre. Hidalgo y ciertos otros maquinadores consiguieron ponerse seguro merced al aviso de Josefa Ortiz de Domínguez y se trasladaron a Dolores.

Desbaratados, ya que, los proyectos de los conjurados, solo cabía ocultarse o adelantar el alzamiento, y Miguel Hidalgo optó por lo último. La noche del 15 de septiembre, el sacerdote solicitó la asistencia de los paisanos de Dolores, liberó a los presos políticos de la prisión y tomó entonces las armas de la guarnición local. A la mañana siguiente convocó una misa a la que fueron varios incondicionales de las cercanías, y en ella logró un llamamiento a levantarse en armas contra las autoridades coloniales; tal proclama es famosa como el Grito de Dolores.

El seguir de Hidalgo dio al movimiento un giro extremista. Ya no era el golpe de mano de una élite que trataba de detallar un gobierno criollo y aguardar el regreso de Fernando VII a España: se había transformado en la primera revuelta habitual de la América de españa, y en ella reventó la íra de los oprimidos. El llamado de Hidalgo fue atendido por cientos de campesinos de los sitios próximos y, conforme avanzaban, se les iban uniendo peones y también indios de las comunidades. Éstos veían en la revuelta la oportunidad de progresar su pobre situación, causada por las malas cosechas y el alza de costos.

Victorias vertiginosas

Los rebelados se dirigieron a San Miguel el Grande, y el 16 de septiembre de 1810, en el santuario de Atotonilco, Miguel Hidalgo enarboló, como enseña de su ejército, un estandarte con la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de México, en el que se podía leer: "Viva la religión. Viva nuestra madre Santísima de Guadalupe. Viva Fernando VII. Viva la América y muera el mal gobierno". En San Miguel el Grande se les unió el regimiento de la reina, que dirigía Ignacio Allende, y un sinnúmero de artesanos, obrajeros y campesinos. Junto con Allende, logró reunir un ejército formado durante más de 40.000 hombres.

Las contrariedades de las semanas siguientes tienen la posibilidad de ser calificadas de vertiginosas. El 21 de septiembre, con un variado, indisciplinado y turbulento batallón, Miguel Hidalgo ocupó la localidad de Celaya, donde se repartieron los grados entre los líderes de la insurrección: el honor de ser teniente general recayó en Ignacio Allende; el sacerdote Miguel Hidalgo fue proclamado sin discusión capitán general. El ejército libertador siguió su avance y tomó a continuación las ciudades de Salamanca, Irapuato y Silao.

El siguiente punto del paseo fue la rica localidad de Guanajuato (28 de septiembre), donde prosiguieron uniéndose al movimiento trabajadores, campesinos, indígenas y la plebe generalmente; todos se sentían atraídos, como por un imán. Pero la toma de la región estuvo marcada por la crueldad. El gobernador Riaño no tenía medios suficientes para defenderla, y decidió resguardarse con la multitud rica en la alhóndiga de Granaditas. El ataque de la alhóndiga fue de una crueldad extrema y una gran parte de los que ahí se refugiaron fueron asesinados. Aunque hay múltiples ediciones, todas y cada una coinciden en que se cometieron varios crímenes y atropellos, aun tras haber ocupado el edificio. Este episodio causó que ciertos criollos retiraran su acompañamiento al movimiento.

Hasta entonces, las autoridades eclesiásticas condenaron con energía a los insurgentes, de manera especial a su mucho más aparente cabecilla, a quien acusaron de embaucador, hereje y enemigo de la propiedad privada, cargos por los que fue excomulgado. De hecho, Hidalgo había afirmado para entonces que debían devolverse las tierras a los indígenas, ganándose con esto su adhesión, pero lo que todavía no había defendido (y la actitud de los obispos no logró sino más bien apresurar su resolución) era la necesidad de lograr la total independencia del país.

Detallar tal propósito fue la profética contestación que han recibido sus contrincantes, y en el momento en que un par de meses después formase en Guadalajara un gobierno provisional, su desafío llegaría hasta el punto de dictaminar que debía entregarse a los naturales la tierra de cultivo, tal como el placer en única de las tierras comunales. Por otra sección, la aristocracia criolla, miedosa de perder las prebendas que le daba el régimen latifundista, tampoco acogería de buena gana que aquel gobierno provisional aboliese la esclavitud y los tributos con que se gravaba a indios y a mestizos, ni tampoco el ulterior decreto que conminaba con la confiscación de los recursos de los de europa, tal es así que se unió a las fuerzas del virrey y de las jerarquías eclesiásticas.

Pero tal pérdida de apoyos no se reflejaría, de momento, en los campos de guerra, en los que Hidalgo continuó cosechando victorias hasta el momento en que, quizá por un exceso de excelencia ética, cometió un mortal fallo estratégico. El 17 de octubre de 1810 Hidalgo tomó Valladolid con siete mil hombres de caballería y doscientos 40 infantes, todos ellos mal armados, y el 25 de octubre ocupó Toluca. Ese mismo mes se unió a Hidalgo su viejo seguidor y eximio sustituto, José María Morelos, que fue en el instante comisionado para llevar la insurrección al sur del país.

Cuando ahora el próximo propósito era la Ciudad de México, Hidalgo consiguió una muy importante victoria sobre Torcuato Trujillo, enviado por el virrey Francisco Javier Venegas para interceptar a los rebeldes. El acercamiento sucedió en el Monte de las Cruces el 30 de octubre de 1810: las tropas de Trujillo fueron derrotadas y, tras la sanguinolenta guerra, el ejército verdadera escapó a la ciudad más importante mexicana, probablemente a aguardar el ataque final.

Un fallo mortal

Piadoso en el digno ejercicio de su cargo sacerdotal, admirable por sus reformas en la industria, refulgente como legislador progresista, osado en la guerra y presto a prestar su brazo a la causa mucho más noble y osada de su tiempo, el sacerdote Hidalgo fue, lamentablemente, un torpe general. Posiblemente se vio exageradamente abrumado por el mal que veía entre sus inexpertas tropas, y es posible que estuviera poco presto a canjear sacrificios, quizá estériles, por cruentas victorias.

La verdad es que, tras la victoria del Monte de las Cruces, Ignacio Allende aconsejó que se atacase la ciudad más importante, pero el sacerdote Hidalgo, desatendiendo el increíble consejo compartido por los sobrantes jefes militares, no deseó seguir hacia la localidad de México. Con la carga a sus espaldas de lo ocurrido en Guanajuato, y para eludir que sus tropas saquearan la ciudad más importante, o frente a la amenaza de un ataque por la parte del mariscal Félix María Calleja, ordenó la retirada.

Tal equivocación marcó el principio del fin. Pocos días después, el 7 de noviembre, Félix Calleja lo derrotó en la guerra de Aculco; Hidalgo regresó a Valladolid y de allí partió a Guadalajara. Ya en Guadalajara (22 de noviembre), Miguel Hidalgo expidió una declaración de independencia y formó un gobierno provisional; dictaminó además de esto la abolición de la esclavitud, la supresión de los tributos pagados por los indígenas a la Corona y la restitución de las tierras usurpadas por las haciendas. Pero semejantes y tan geniales decretos administrativos y tributarios eran papel mojado sin el auxilio de la fuerza. A finales de año había perdido ahora Guanajuato y Valladolid.

El 17 de enero de 1811, las tropas de Hidalgo fueron derrotadas en la guerra de Puente de Calderón por un contingente de soldados realistas al cargo de Calleja. Depuesto del mando por sus compañeros de pelea, Hidalgo partió hacia Aguascalientes y Zacatecas, con la intención de llegar a Estados Unidos para buscar apoyos a su causa, pero fue traicionado por Ignacio Elizondo y tomado en las Norias de Acatita de Baján el 21 de mayo de 1811. En Chihuahua, tras ser sometido a un doble desarrollo eclesiástico y civil, Hidalgo fue expulsado del sacerdocio y culpado a muerte.

El fusilamiento sucedió en la mañana del 30 de julio de 1811. Las cabezas de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende y otros rebeldes se exhibieron como escarmiento ubicadas en jaulas en la alhóndiga de Granaditas de Guanajuato. Ahí continuaron a lo largo de múltiples años. No obstante, aún le quedaban energías y caudillos a la revolución, avivada aún mucho más por el ejemplo del cura Hidalgo, cuya entereza, mantenida hasta el último instante, ganó la admiración aun del pelotón de sus ejecutores.

Padre de la patria

El gobierno virreinal se encontraba convencido de que con la desaparición de los caudillos, fusilados en Chihuahua, terminaría el movimiento insurrecto, pero no fue de esta manera. Ignacio López Rayón, lugarteniente de Hidalgo, le sucedió adelante del alzamiento y reanudó la pelea desde su cobijo en Saltillo, mientras que se comenzaban las campañas de aquel viejo acólito de Hidalgo, José María Morelos, a quien el sacerdote había solicitado la capacitación de un ejército en el sur del país.

Con la ejecución de Morelos en 1815, la rebelión pareció terminantemente aplastada, pero el ideario del cura de Dolores había calado en extensas capas de la sociedad mexicana, y el desarrollo iniciado por el momento no tenía marcha atrás. Seis años después, en 1821, las semillas fructificaron: adelante de su Ejército Trigarante, que sostenía las tres garantías del Plan de Iguala, Agustín de Iturbide pasó a controlar todo el país y México logró su independencia de España.

Tras el lugar en 1823 de la República Mexicana, Miguel Hidalgo fue reconocido como padre de la patria. El estado de Hidalgo transporta su nombre y la localidad de Dolores pasó a nombrarse Dolores Hidalgo en su honor. El 16 de septiembre, día en que proclamó el alzamiento, se festeja en México el Día de la Independencia. Sus restos descansan en la Columna de la Independencia, en la localidad de México.

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