Lucrecia Borgia

La historia de las civilizaciones está escrita por aquellos hombres y mujeres queen el paso de los años, gracias a su proceder, sus ideas, sus innovaciones o su ingenio; han hecho queel mundo, de un modo u otro,prospere.

Ya sea inspirando a otros seres humanos o tomando parte de la acción. Lucrecia Borgia es uno de esos seres humanos cuya vida, sin duda alguna, merece nuestra consideración por el grado de influencia que tuvo en la historia.Comprender la vida de Lucrecia Borgia es comprender más sobre etapa determinada de la historia del género humano.

Comprender las luces y las sombras de las personas relevantes como Lucrecia Borgia, personas que hacen rotar y transformarse al mundo, es algo básica para que seamos capaces de valorar no sólo la vida de Lucrecia Borgia, sino la de todos aquellos y aquellas que fueron inspiradas por Lucrecia Borgia, personas a quienes de de una u otra forma Lucrecia Borgia influyó, y ciertamente, entender y comprender cómo fue vivir en el periodo histórico y la sociedad en la que vivió Lucrecia Borgia.

Vida y Biografía de Lucrecia Borgia

(Lucrecia Borja o Borgia; Subiaco, 1480 - Ferrara, 1519) Noble y mecenas italiana a la que tradiciones poco basadas atribuyen todo tipo de crímenes y vicios, hasta el punto de ser erigida en prototipo de maldad. Último integrante influyente de la vigorosa y corrupta estirpe de los Borgia, en su corte de Ferrara favoreció el mecenazgo de escritores y artistas y acogió a sus familiares tras la caída de su padre.

Mujer asombrosamente bella (su hermosura angelical fue inmortalizada por Pinturicchio), Lucrecia Borgia medró en aquellas ricas y asimismo depravadas cortes donde era común ser útil pociones envenenadas a los convidados con muy elegante ademán y asimismo sonrisa obsequiosa. Su familia procedía de Borja, una zona de españa ubicada en los confines orientales de la sierra del Moncayo, en la presente provincia de Zaragoza, si bien en el siglo XIII se estableció en Valencia.

Uno de sus ancestros, el obispo Alonso de Borja (1378-1458), pasó de Játiva a Roma y se transformó en papa con el nombre de Calixto III, llevando a la práctica desde ese momento un descarado nepotismo que tuvo su primordial beneficiario en su sobrino Rodrigo, padre de Lucrecia. Rodrigo, tras sortear la animadversión liberada por los romanos contra los Borja tras la desaparición de su tío, se valió de su fortuna para hacerse 1492 con el papado, transformándose en el papa Alejandro VI.

La familia se escindió en 2 ramas en el momento en que el mayor de los hijos de Rodrigo de Borja, Pedro Luis (1458-1488), adquirió el ducado de Gandía a Fernando el Católico y casó con una prima de este, María Enríquez. Pronto ducado y mujer serían heredados por su hermano menor, Juan, mandado matar en 1497 por otro de sus horribles y envidiosos hermanos, César Borja, a pesar de que los duques de Gandía continuarían desde ese momento extraños a los temas de Italia, dando origen a una casta marcada de personalidades visibles entre aquéllas que resaltan San Francisco de Borja, nieto de Juan, y el virrey del Perú Francisco de Borja y Aragón (1577-1658).

Hasta entonces, entre la fecha en que Alejandro VI fue impulsado a la dignidad pontificia y la de su muerte, que le acaeció en 1503, los Borja, que habían italianizado su apellido transformándose en los Borgia, se robustecieron en el poder hasta el radical de que, durante un momento, dio la sensación de que se podían adueñar de toda Italia, provocando con su actitud la unánime inquina de las familias patricias de Roma.

Aparte de Pedro Luis y Juan, Alejandro VI fue el progenitor de César, nativo de Roma en 1475, y de Lucrecia, cinco años mucho más joven que este, todos ellos nacidos de su apasionado Vanozza Catanei. El escudo de su familia llevaba un toro de oro sobre terraza recortada de sinople con bordura de gules cargada de ocho llamas asimismo de oro. A pesar de la acomodación de su apellido a la lengua del país de adopción, padre y también hijos sostenían en su correo privada el catalán, dando con esto origen a una estrambótica historia de historia legendaria sobre el lenguaje encriptado usado por los Borgia, naturalmente alimentada por sus capciosos contrincantes.

Veraz es no obstante el recurso recurrente que se les asigna a un veneno misterio, probablemente arsénico, con el que despachaban expeditivamente a sus contendientes políticos, pero esta apelación a los bebedizos ponzoñosos era parcialmente frecuente en aquella turbulenta y poco aprensiva temporada, y no patrimonio único de los Borgia, como se ha pretendido maliciosamente. Baste rememorar que Alfonso el Grande recibió una observación de sus galenos a fin de que no leyese el libro de Tito Livio que Cosme de Médicis le había regalado, pues las páginas estaban empapadas de un polvillo tan invisible como mortal; que la silla de mano del papa Pío II apareció untada de un extraño veneno, y que toda Italia se encontraba intrigada por la composición del tósigo líquido con que fue ejecutado el enorme pintor Rosso Fiorentino.

Alejandro VI, cuya actividad diplomática mucho más importante fue indudablemente la célebre bula Inter caetera (1493), redactada a causa del hallazgo de América para fijar el reparto del Nuevo Mundo entre España y Portugal, casó a los trece años a su hija Lucrecia con Giovanni Sforza, pero 4 años después logró deshacer el deber aduciendo impotencia del marido. En situación, su propósito era unirla, como de esta forma haría en el mes de agosto de 1498, con su segundo cónyuge, Alfonso, príncipe de Bisceglie, bastardo de la familia real de Nápoles, con quien tuvo un hijo, llamado Rodrigo, en el mes de noviembre del año siguiente.

Por ese momento César Borgia, que, como era de aguardar, había tenido una fulgurante carrera eclesiástica, siendo nombrado obispo de Pamplona a los dieciséis años (1491) y arzobispo de Valencia y cardenal a los veinte, abandonó su condición sacerdotal y se casó con Catalina de Albret, hermana del rey de Navarra. En su cuerpo empezaban a advertirse los estragos de la sífilis, pero ello no le impidió aliarse con el rey Luis XII de Francia y, tras recibir el título de duque de Valentinois, acompañarle en su conquista del Reino de Nápoles en 1501. Como prueba de buena intención, antes había hecho estrangular en las gradas mismas de las escaleras de San Pedro al marido de su hermana, Alfonso de Aragón, en el mes de agosto de 1500. Se cuenta que la víctima venía de ayudar a un espectáculo poquísimo edificante protagonizado por cinco prostitutas.

Estas habían sido detenidas, acusadas de distintos crímenes y condenadas a la horca, pero se les ofreció la felicidad de que se les conmutaría la pena si se prestaban a accionar como esculturas de la Voluptuosidad en la arena a lo largo de una corrida de toros. Ante la opción alternativa de una muerte segura, naturalmente admitieron y se dieron a conocer en la plaza desvistes sobre un pedestal y cubiertas por un barniz dorado. Los astados mataron a 2 de ellas, que se movieron presas de pavor, antes que los señores acribillasen con sus flechas a la bestia, pero las otras tres, que salieron ilesas de aquella celebración atroz y fueron paseadas triunfalmente en exactamente el mismo carro que transportaba a los toros fallecidos, no corrieron mejor suerte, pues pese a los sacrificios que hicieron durante la noche para desprenderse del indeleble barniz que las cubría, murieron en la mitad de espantosas agonías.

Fue entre esta fecha y la de su posterior y postrero matrimonio, en el último mes del año de 1501, con Alfonso de Este, primogénito del duque de Ferrara, en el momento en que la vida disoluta de la Lucrecia veinteañera dio pábulo a la historia de historia legendaria negra que se cierne sobre ella. Durante este periodo de alegre viudedad se entregó a todos y cada uno de los excesos y orgías en el ámbito corrompido del Vaticano, dando a luz un hijo fruto de amores incestuosos con su padre y llegando aun a desempeñar por tres ocasiones la máxima dignidad en los temas de la Iglesia.

El eximio poeta vanguardista y descomedido pornógrafo francés Guillaume Apollinaire noveló esos festines, desmesuras, indecencias y escándalos en una obra maldita y poco famosa que se tituló La Roma de los Borgia, publicada en 1913 y ocasionalmente reeditada. Aunque el relato se enfoca más que nada en las perfidias astutas de César Borgia, proporciona además varios pasajes en los que detalla las perversiones de su deslumbrante hermana. La novela asigna, por servirnos de un ejemplo, los amores entre Lucrecia y Alejandro VI a una mala jugada de César. Fue en el curso de una de esas locas y licenciosas fiestas a las que se entregaban con enorme pasión los romanos de la temporada. Estaban en ella presentes, al lado de una multitud distinguida de cortesanos, aparte del papa, sus 2 expepcionales hijos y la que por entonces era su apasionado preferida, Julia Farnesio.

Tras el banquete, amenizado con música de laúd, harpa, rabel y violón, y bien surtido de deliciosos vinos de Capri, Sicilia y moscatel de Asti, los regalados cuerpos sintieron llegada la hora voluptuosa. César Borgia, que actuaba siempre y en todo momento de profesor de liturgias, organizó entonces el juego de las velas, un divertimento consistente en que, mientras que se apagaban las luces, los invitados se entrelazaban libremente y se besaban a su gusto. Las bocas de las mujeres eran copas donde los hombres tomaban vinos espléndidos, mientras que las aliviaban de sus rasos y terciopelos y soltaban sus pelos a fin de que cayesen libremente sobre los senos desnudos.

El juego, en el que se encontraba contraindicado charlar y que servía de motivo para desatar los apetitos febriles en una apoteosis orgiástica, consistía en sostener en la boca una candela ardiendo mientras que todo el planeta hacía sacrificios para apagarla, y era obligación caminar a 4 patas. Por lo común las cortesanas reemplazaban enseguida las bujías por confituras que los hombres intentaban apresar en exactamente la misma boca y jamás se tardaba bastante en que la obscuridad se hiciese completa. Alejandro VI procuraba a su apasionado, a la que solamente podía admitir por su collar, pero en el remolino de cuerpos César había quitado esa joya a Julia Farnesio y la había puesto al cuello de Lucrecia. Alejandro VI creyó tener de este modo entre sus brazos a su apasionado en el momento en que de todos modos tenía a su adorable hija. La lasitud sobrevino después de los jadeos, y una luz tenue descubrió la figura yaciente y atractiva de Lucrecia que dormía con placidez. Lejos de arrepentirse de aquella indeliberada barbaridad, tras sobreponerse de la sorpresa inicial, el papa acarició los bucles sedosos de su hermosa pequeña.

En otra ocasión, cuenta asimismo Apollinaire, un tal Eliseo Pignatelli ofendió de palabra a Lucrecia, siendo sus invectivas acogidas con gusto y sonrisas por los presentes. Indignada por esta afrenta pública, la hija del papa concibió una horrible venganza, y para esto se aprovechó de entre las fiestas comunes que ofrecía en el lujoso palacio de Santa María, en Roma, adonde asistían las damas mucho más nobles y las mucho más bellas cortesanas.

Durante los espectáculos que se representaban en el jardín, sus convidadas se acompañaban de frágiles pajes de labios pintados de colorado y perfumados con algalia, almizcle y ámbar, cuya misión consistía en prestar a las mujeres, sentadas sobre los entapices que las resguardaban del fresco contacto con la yerba, trozos de torta, mazapanes y refrescos en bandejas de plata. Pero entre todos resaltaba uno, admirable por su moldeado torso desvisto y sus blancos brazos de Narciso, que la anfitriona confió cortés a la atractiva cortesana Alessandra.

La representación empezó con la lectura de poemas de amor mientras que el jardín iba siendo invadido por una perfeccionada obscuridad, a la que prosiguió una comedia con situaciones mitológicas, amenizada por ridículas máscaras, discusiones de locos y jorobados que se propinaban golpes con vejigas de cerdo. Pero antes que la patraña concluyera las embriagadas damas habían hallado mejor distracción en los cuerpos flexibles y serviciales de los mancebos, quienes desarreglaban entre risas las sedas y encajes y dejaban la huella bermeja de sus labios en los semblantes condescendientes de sus furiosas compañeras. Estando muy avanzada la velada y los cuerpos molidos y saciados, se convino en reiterar aquellas orgías, y las alegres mujeres se despidieron envidiando más que nada a la afortunada Alessandra. Pero la mucho más feliz aquella noche era indudablemente Lucrecia, entendida de que la satisfecha Alessandra, apasionado del en este momento cornudo Eliseo Pignatelli, no tardaría en contagiar a su detractor la ponzoñosa sífilis que su joven paje le había trasmitido.

Sea o no alguna esta despiadado travesura y las precedentes situaciones que rodearon el incesto (que los historiadores semejan haber afirmado), la degenerada Roma, que asistía impasible a que el Vaticano se hubiese transformado en un lupanar y a que en su seno proliferaran los crímenes sin tasa, difícilmente podía condenar la inmoralidad de Lucrecia Borgia, víctima de un tejido perenne de conspiraciones y de una temporada en que la vida humana solamente tenía ningún valor.

La verdad es que Lucrecia festejó después su tercer matrimonio con el heredero del ducado de Ferrara y que, en el momento en que se trasladó a su nuevo hogar, en el mes de febrero de 1502, solamente contaba veintidós años. Al año siguiente moría su padre y el ilusorio poder omnímodo de los Borgia se derrumbaba a manos de otras familias del mismo modo desalmadas y expeditivas. Algunos de los bastardos de César Borgia se refugiaron en la corte de su tía, en Ferrara, al tiempo que Jofre, entre los hermanos inferiores de Lucrecia, se retiró a Nápoles, donde ostentó el título de príncipe de Squillace.

Por su parte, el artero César Borgia subsistió un tiempo reducido al fracaso general, y tras el corto pontificado de Pío III, desde el 22 de septiembre al 18 de octubre de 1503, la decisión como sustituto del peor de sus contrincantes, el cardenal Giuliano de ella Rovere, que adoptó el nombre de Julio II, terminó de un plumazo con sus ambiciones. Julio II no tuvo empacho en faltar a la palabra que le había dado a César y mandarlo parar en Ostia, obligándole a abdicar de sus pertenencias en la Romaña, y en perseguirle después con saña hasta el momento en que logró que Gonzalo Fernández de Córdoba le arrestase y le mandase a España. Allí sufrió prisión a lo largo de 2 largos años en los castillos de Chinchilla y de la Mota hasta el momento en que, en un nuevo alarde de astucia, determinación y temeridad, logró evadirse de este último. Murió, sin embargo, poco después, como consecuencia de las lesiones sufridas en una escaramuza en Navarra, en cuya corte se había refugiado.

A partir de 1505, Lucrecia se transformó, tras la desaparición de su último marido, en la duquesa de Ferrara, y a lo largo de ciertos años por su refulgente corte desfilaron artistas conocidos como Ariosto y Pietro Bembo, que se consagraron a cantar su hermosura y sus perceptibles encantos. Misteriosamente, por cierto motivo inexplicado, en 1512, con solo treinta y un par de años y sin que su lozanía se hubiera aún marchitado, empezó a agradar de la soledad y se separó de los fastos cortesanos y de las pompas ceremoniosas. Se mostraba retraída y tal y como si fuera la contramoneda misma de la dulce, alegre y desaprensiva joven que había sido, y esta actitud inopinada, lejos de delatar un carácter voluble y tornadizo, no logró sino más bien acreditar su obstinación y su solidez, por el hecho de que continuó en ella hasta el objetivo de sus días, a lo largo de siete inacabables años.

Todas y cada una de las especulaciones son válidas para argumentar tan extraña actitud, aun las de quienes suponen un tardío arrepentimiento y un recogimiento dirigido a rumiar las culpas y excesos de la vida pasada. Pero si bien esta beata y también improbable versión de los hechos sea alguna, no va a poder jamás creerse que Lucrecia se encerró en sus últimos años en una intransigente castidad, pues murió en 1519, desgarrada por los dolores, como consecuencia de un aborto.

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