Katharine Hepburn

Vida y Biografía de Katharine Hepburn

(Katharine Houghton Hepburn; Hartford, Connecticut, 1907 - Old Saybrook, Connecticut, 2003) Actriz estadounidense, enorme dama del teatro y personaje principal de enormes títulos tradicionales de la historia del cine. Katharine Hepburn nació en el seno de una familia aristocrática que afirmaba descender de un hijo bastardo del príncipe Juan de Inglaterra. Esta alcurnia y visto que sus ancestros hubiesen llegado a Estados Unidos en el Mayflower eran referencias que los Hepburn sostenían muy frescas.

No eran nada esnobs, pero sí algo pedantes; fundamentaban su clase en el saber, y se enorgullecían, por servirnos de un ejemplo, de contar entre sus amistades con Sinclair Lewis, vecino de la vivienda, o de sostener un prolongado trueque epistolar con George Bernard Shaw. Kate era la segunda de seis hermanos -Tom, Dick, Bob, Marion y Peggy-, criados en ese ámbito culto y liberal en el que era común entre ellos leer en voz alta a Ibsen o Shakespeare y opinar y debatir sobre sus proyectos a una edad nada frecuente.

Una niñez burguesa

Su padre, Thomas Norval Hepburn, era un respetado cirujano experto en urología, y un deportista de primera categoría desde sus tiempos de estudiante en el Randolph-Macon College de Virginia; en 1900, en el momento en que estudiaba medicina en la Universidad Johns Hopkins, conoció a Katharine Martha Houghton, una intranquiliza componente sufragista con la que se casó tras la graduación y que tras ofrecerle seis hijos lideró la pelea por el control de la natalidad. Si bien esta mujer actualizada y también capaz fue el modelo de su conocida hija, esta era tan tímida en la niñez que debió ser educada en su casa en vez de concurrir a una escuela usual.

La confortable paz burguesa en que transcurrió su niñez se quebró la mañana de 1921 en que halló a su hermano Tom colgado en el desván. Este inexplicable suicidio fue una catástrofe familiar sin paliativos que a ella le afectó en especial, con lo que sus progenitores la mandaron una temporada a la vivienda de verano que tenían en Fenwick.

A su vuelta daba la impresión de haber madurado de cuajo y, más allá de sus catorce años, mostraba ahora aspectos de su legendario carácter. Ese mismo año ingresó en el único Bryn Mawr College de Filadelfia, donde después estudió arte dramático y se transformó en integrante persistente del conjunto de teatro universitario.

Actriz de carácter

En junio de 1928, al día después de su graduación, viajó a Baltimore para entrevistarse con Edwin H. Knopf, directivo de una compañía de teatro que ensayaba en esos instantes The Czarina; tras bastante insistir, se realizó con un corto papel en la obra. Este debut y su popular temperamento le valieron, en esos primeros tiempos, el mote de «la Zarina».

En octubre de ese año se casó con su amigo Ludlow Ogden Smith, con el que formó un matrimonio de camaradas que terminó en divorcio amistoso en el mes de abril de 1933. «Fue él quien quizá preparó el sendero para la separación al decirme que con mi talento podría hallar lo que me planteara», ha dicho entonces. Su marido conocía bien la llegada de ese talento desde el instante en que Katharine le había obligado a invertir su nombre antes de la boda (se llamó desde entonces S. Ogden Ludlow) pues ella consideraba vulgar transformarse en «la señora Smith», si bien él lo afirmaría indudablemente tras la consagración de la actriz en Broadway con A warrior’s husband, en 1931.

Su trabajo recibió excelentes críticas, de las que se realizó eco David O. Selznick, entonces responsable de producción de la RKO, quien le ofreció un contrato que ella misma negoció hasta conseguir un salario de enorme estrella, 1.500 dólares estadounidenses por semana, en el momento en que en el teatro ganaba cien. Fue el valor que consideró justo para mudarse a Hollywood.

En el verano de 1932 rodó su primera película, Doble sacrificio, nada menos que al lado de John Barrymore, y desde el primero de los días congenió con el directivo, George Cukor, que enseguida supo que había elegido a una actriz de enorme talento instintivo. Cukor la dirigiría en diez grabes, entre ellos Mujercitas (1933), fundamentada en la novela de Louise M. Alcott, donde evidentemente encarnó a la masculina Jo, un papel que contribuyó a basar su androginia en una temporada en que imperaban mitos de feminidad como Jean Harlow o Mae West.

El éxito de esta película y de Gloria de un día (1933), de Lowell Sherman, que le valió su primer Oscar, abrió una época de apogeo en su trayectoria que, contra todo pronóstico, no tardó en rechazar a lo largo de la segunda mitad de la década, de manera paralela a la decreciente influencia comercial de ciertas sus películas. Algo que el día de hoy resulta incomprensible, ya que exactamente en esos años rodó títulos del calibre de Damas del teatro (1937), de Gregory La Cava; Vivir para disfrutar (1938), de George Cukor, o La fiera de mi pequeña (1938), de Howard Hawks, pero que entonces forzó a la actriz a regresar a Nueva York y retomar su tarea en los niveles.

Historias de Filadelfia

Su reaparición en Broadway supuso un nuevo apogeo en su trayectoria: su trabajo en la comedia de Philip Barry Historias de Filadelfia llegó a las cuatrocientas representaciones y recibió el aplauso unánime de crítica y público. Tras su fracaso en Hollywood (le habían colgado el mote de «veneno de la taquilla» y se había visto rechazada a favor de Vivien Leigh para interpretar Lo que el viento se llevó), la actriz se sentía tan feliz con este nuevo triunfo que el multimillonario Howard Hughes, con quien había tenido un romance, le obsequió los derechos de The Philadelphia Story a fin de que únicamente ella pudiera llevar a cabo la versión cinematográfica.

Y la Hepburn, tras obtener su independencia a la RKO (anular el contrato le costó 220.000 dólares estadounidenses), volvió a la Costa Oeste para darle la adaptación al zar de la Metro Goldwin Mayer, Louis B. Mayer, quien aceptó, si bien no se plegó a las demandas de la actriz de que los coprotagonistas fuesen Clark Gable y Spencer Tracy. Le dieron a Cary Grant y James Stewart y tuvo a Cukor como directivo, y la química conseguida prueba que fue la decisión idónea para una película inolvidable. Esta vez perdió el Oscar inmerecidamente en frente de Ginger Rogers, pero ganó con justicia un prestigio que no la abandonaría.

Por su autobiografía (Me, 1991) se supo que por esa temporada vivió una intensa relación furtiva con el realizador John Ford (un hombre casado y también infeliz, ferviente católico y alcohólico sin antídoto que en el final de su historia confesó su arrepentimiento por no haberla llevado al altar), y que el vínculo se deshizo solamente comprender a su admirado Spencer Tracy (asimismo casado, infeliz, católico y alcohólico). Los unió La mujer del año (1942), de George Stevens, y desde ese momento hasta Adivina quién viene esta noche (1967), de Stanley Kramer (Tracy murió unos días tras terminar el rodaje), formaron una de las considerables parejas del cine y de la vida durante nueve películas y veinticinco años de torturados amores asimismo furtivos.

A lo largo de los años cincuenta y sesenta rebajó bastante su ritmo de trabajo, lo que no le impidió cosechar enormes éxitos como La reina de África (1951), que coprotagonizó con Humphrey Bogart, o la citada Adivina quién viene esta noche (1967) y El león en invierno (1968), por los que consiguió sendos Oscar de manera sucesiva. En las décadas siguientes, acusando su ahora avanzada edad, redujo su presencia cinematográfica a papeles fundamentalmente de acompañamiento, con la destacable excepción de En el estanque dorado (1981), genuino testamento fílmico por el que se le concedió su cuarto Oscar, y en el que compartió letrero con otra gloria del cine tradicional estadounidense, Henry Fonda.

Hepburn se despidió del cine en 1994, ahora octogenaria, para retirarse a su casa de campo, en Old Saybrook, Connecticut, donde la acompañaban frecuentemente familiares y amigos, aparte de su biógrafo, Scott Berg, que la visitaba los fines de semana y concluyó allí veinte años de entrevistas que brindaron forma a un libro, Kate remembered (2003), que, de conformidad con lo pactado, publicó tras la desaparición de la actriz.

Un mito humano

«Hay mujeres, y además de esto está Kate. Hay actrices, y además de esto está Hepburn», ha dicho de ella Frank Capra en el momento en que la dirigía en El estado de la Unión (1948), entre los títulos que reafirmó la química impecable de la actriz con Spencer Tracy. Aunque la peculiar máscara profesional de la Hepburn (la voz que fluctuaba entre el tono reposado y el sobreagudo, el muy elegante acento de Nueva Inglaterra, la réplica veloz, el caminar ágil y desenvuelto) establecía químicas inesperadas.

Pese a su divismo, era de una gran generosidad con sus compañeros merced a un dominio de sus opciones que le dejaba, sin traicionar ni un ápice su estilo, una instantánea adaptación que hacía las exquisiteces de sus directivos. Luego se encontraba su porte singular (su altura, el cuello largo, los pómulos altos, las facciones angulosas...), un género de hermosura que ha pervivido en el tiempo extraño a cánones y tendencias. El resto era aplomo, seguridad en sí y bastante talento. En la vida real era un carácter, y hasta alén de los noventa años preservó una energía y una lucidez que no consiguieron apagar los temblores que le generaba la patología de Parkinson que sufría desde hacía tiempo.

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