Ya sea inspirando a más personas o siendo una pieza esencial de la acción. Guillermo Billinghurst es una de esas personas cuya vida, realmente, merece nuestra atención por el nivel de influencia que tuvo en la historia.Comprender la existencia de Guillermo Billinghurst es comprender más sobre época determinada de la historia del género humano.
Si has llegado hasta aquí es porque sabes de la importancia que detentó Guillermo Billinghurst en la historia. La manera en que vivió y aquello que hizo mientras estuvo en este mundo fue determinante no sólo para aquellas personas que trataron a Guillermo Billinghurst, sino que a lo mejor legó una huella mucho más insondable de lo que podamosimaginar en la vida de gente que tal vez jamás conocieron ni conocerán ya nunca a Guillermo Billinghurst personalmente.Guillermo Billinghurst ha sido una persona que, por algún motivo, merece ser recordado, y que para bien o para mal, su nombre jamás debe borrarse de la historia.
(Arica, 1851-Iquique, 1915) Político peruano que fue presidente de la República (1912-1914). Industrial salitrero de Tarapacá, intervino en la guerra contra Chile (1874). Como ministro plenipotenciario de Perú, en 1898 firmó en Chile el protocolo Billinghurst-Latorre, por el que se festejó un referéndum en las ubicaciones de Tacna y Arica, bajo el arbitraje de España. Finalizado el primer orden de Augusto Leguía, en 1912 fue escogido presidente por minoría y, al no tener la seguridad del Congreso, procuró el acompañamiento en las masas populares. Decretó una sucesión de medidas sociales (día de ocho horas) y también procuró supervisar el Congreso con una reforma constitucional doblegada a referéndum. Estas actuaciones le enemistaron con el ejército, que lo derribó, a cargo del coronel Óscar R. Benavides, y debió exilarse.
Enviado muy joven a Argentina, Guillermo Billinghurst estudió ingeniería en este país, patria de su padre. Más tarde resaltó en el planeta de los negocios, centrándose en especial en las explotaciones salitreras de la zona sur. Tras regentar la alcaldía de Lima de 1909 a 1910, en 1912 abandonó el Partido Demócrata y presentó su candidatura a los comicios de presidentes.
Sostenido en el descontento habitual, la presión de los conjuntos medios y la escisión y la crisis de los partidos habituales, Billinghurst efectuó una electrizante campaña política fundamentada en un habitual despliegue populista. Al grito de "pan grande" de a cinco centavos si ganaba Billinghurst, y "pan chaval" de a 2 reales si triunfaba el candidato contrincante, Ántero Aspíllaga, una esencial movilización para ese momento (de unos 20.000 participantes de la manifestación) logró tambalear el 19 de mayo de 1912 toda la composición civilista. "Nuestra carta primordial -expresó en aquella ocasión Billinghurst- consagra con aproximadamente lasitud el derecho de voto; pero una dolorosa experiencia nos demostró que en la práctica ese derecho no existe. Y por extraño que parezca, el inconveniente de la representación parlamentaria, que en otras partes se contrae a ofrecer cabida a las minorías, entre nosotros radica en que se respetan los derechos y las representaciones de las mayorías".
El hecho que Billinghurst brotara apoyado por los campos populares urbanos no era un fenómeno nuevo en la historia política peruana. Casi 2 décadas antes, en una enorme movilización habitual, Nicolás de Piérola había logrado vencer, tras una dura pelea armada, nada menos que al héroe de la Guerra del Pacífico, el mariscal Andrés Avelino Cáceres. Pero en esta ocasión tenía que ver con un contexto social y económico muy distinto: la novedosa activa mercantil iniciada a fines del siglo XIX había empezado a editar no solo una parte del paisaje agrario (eminentemente el costeño), sino más bien asimismo la fisonomía de la ciudad más importante.
Con capacidad, Billinghurst logró el acompañamiento importante de los núcleos urbanos damnificados por ese avance mercantil, que demandaban mejores condiciones de trabajo y la disminución de las jornadas de trabajo, que frecuentemente excedían las 12 y hasta las quince horas del día a día. Tanto para la oligarquía civilista, empapada de una visión señorial de las relaciones sociales, para parte importante de los representantes del capital extranjero, prestar oídos a semejantes solicitudes era alarmante. En situación, Billinghurst era un político sagaz y demagógico que, en contraste al excluyente conjunto civilista, favorecía un género de relación mucho más amplia y extensa entre los conjuntos dueños y los trabajadores. Incluso en medio de estos últimos brotaron conjuntos que no tardaron en resguardarse, si bien transitoriamente, bajo el amparo de este acaudalado mercader, cuya actitud política le granjearía no pocos enfrentamientos con su conjunto de pertenencia popular.
Escogido en tan especial contexto, el gobierno de Guillermo Billinghurst duraría tan solo dieciséis meses. En este corto transcurso, el aristocratizante y clásico conjunto capitalino se sostuvo alterado. Y no era pues las medidas que postulaba Billinghurst tuviesen un corte extremista; era más que nada por el tiempo de agitación habitual generado. Ello sucedía en parte por el hecho de que Billinghurst había conseguido acompañamiento habitual al ofrecer voz a reivindicaciones que, una vez en el poder, fue amenazado a cumplir. De esta suerte no llama la atención que próximamente las esperanzas populares hacia el palacio de gobierno se tornaran mucho más profundas, a través de la amenaza de huelgas y movilizaciones.
El nuevo presidente se halló atrapado entre las solicitudes populares y la oposición solapada o de adelante del bloque civilista. Planteó distintas reformas a la legislación laboral, acortando la jornada laboral en determinados ámbitos como el de los trabajadores portuarios, incrementó las retribuciones en ciertos casos y deseó ("sacrilegio de sacrilegios") cambiar el amañado sistema electoral que manipulaba el civilismo. En el ajustado planeta mercantil de entonces, la administración de Guillermo Billinghurst despertó celos encendidos y desconfianza. "Toda la clase trabajadora está en este momento en estado de insatisfacción", señalaba el gerente de la Peruvian Corporation, quien advertía, premonitoriamente, que ello podía ser solo el prólogo de una situación mucho más problemática.
Al empezar 1913 una gigantesca huelga dejó la localidad de Lima prácticamente paralizada. El 4 de enero la Unión de Jornaleros de la Compañía Naviera y la Empresa Muelle y Dársena del Callao comenzaron el paro, reclamando la día de ocho horas; en pocos días se les sumaron metalúrgicos, molineros, linotipistas, panaderos, trabajadores del gas y de las bebidas. César Lévano, en La verídica historia de la día de las ocho horas (1967), redacta: "El paro se extendió tan avasalladoramente que el presidente Billinghurst, asustado, puso a Lima en estado de lugar. En la localidad antaño conventual el "cierrapuertas" volvía a marchar; pero era un cierrapuertas de fondo nuevo. En las vías primordiales mandaban los manifestantes. Sobre el adoquinado limense los cascos de los caballos de los soldados retumbaban como tiros secos."
En ese contexto, los trabajadores del Muelle y Dársena del Callao lograron la día de ocho horas. Fue un primer paso mirado muy de cerca por otros contingentes de trabajadores, quienes deseaban asimismo esas condiciones. Estas y otras medidas (como el reglamento de huelgas, el salario mínimo para los obreros, su interés por los campesinos indígenas, etcétera.) llenaron la paciencia de la elite clásico. El caso del militar Teodomiro Gutiérrez Cuevas, más tarde popular como Rumimaqui, es cansado ilustrador de esta situación. Enviado por Billinghurst como emisario personal para estudiar la situación de los campesinos en el sur andino, Gutiérrez Cuevas fue acusado tanto por la prensa capitalina como por el Parlamento de respaldar, incitar y rebelar "de nuevo indios contra blancos".
Los miedos y enconos se aguzaron. Desde el Legislativo distintos conjuntos arreciaron su oposición al gobierno, tildándolo de demagógico y personalista. Billinghurst planeó cerrar el Congreso y convocar un plebiscito para solucionar distintas reformas constitucionales. La tensión llegó hasta tal punto que el gobierno llegó a barajar la oportunidad de "construir al pueblo" con el material del armamento de Santa Catalina ("trámite que exactamente el mismo pueblo me sugería, pero que yo no me atrevía a adoptar, miedoso de las secuelas imprevisibles que podían aparecer" declaró el presidente Billinghurst, mencionado por Jorge Basadre).
Entonces entró de nuevo en escena el ejército como actor político. Durante la administración civilista, el estamento castrense había delimitado precisamente su papel institucional y técnico, subordinado al poder civil. Pero la novedosa coyuntura había tentado a la elite a respaldarse de nuevo en el poder militar. El 4 de febrero de 1914 Billinghurst fue depuesto, oficiando como jefe de la revuelta militar el coronel Óscar R. Benavides. Entre los oficiales adheridos a la conspiración estaba el teniente Luis M. Sánchez Cerro. Ambos militares quedarían intensamente unidos al derrotero político peruano en los años siguientes: serían los hombres fuertes del nuevo gobierno en el momento en que el cauce político volviese a discurrir por los meandros dictados por la elite capitalina.
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