Francisco de Orellana

Ya sea inspirando a otras personas o tomando parte de la acción. Francisco de Orellana es uno de esos seres humanos cuya vida, realmente, merece nuestra consideración por el nivel de influencia que tuvo en la historia.Conocer la existencia de Francisco de Orellana es conocer más acerca de época determinada de la historia del ser humano.

Si has llegado hasta aquí es porque sabes de la relevancia que atesoró Francisco de Orellana en la historia. La forma en que vivió y aquello que hizo durante el tiempo que permaneció en la tierra fue determinante no sólo para aquellas personas que frecuentaron a Francisco de Orellana, sino que posiblemente produjo una huella mucho más profunda de lo que logremosimaginar en la vida de personas que tal vez nunca conocieron ni conocerán ya jamás a Francisco de Orellana de forma personal.Francisco de Orellana fue un ser humano que, por alguna causa, merece ser recordado, y que para bien o para mal, su nombre jamás debe borrarse de la historia.

Conocer lo bueno y lo malo de las personas relevantes como Francisco de Orellana, personas que hacen girar y evolucionar al mundo, es una cosa sustancial para que seamos capaces de poner en valor no sólo la vida de Francisco de Orellana, sino la de todos aquellos y aquellas que fueron inspiradas por Francisco de Orellana, aquellas personas a quienes de un modo u otro Francisco de Orellana influyó, y ciertamente, conocer y descifrar cómo fue el hecho de vivir en el periodo histórico y la sociedad en la que vivió Francisco de Orellana.

Vida y Biografía de Francisco de Orellana

(Trujillo, España, 1511 - Amazonas, 1546) Explorador y conquistador español, explorador de la selva amazónica y primer navegante del río mucho más caudaloso de la Tierra. Poco popular y eclipsado por nombres de la talla de Hernán Cortés o Francisco Pizarro, Francisco de Orellana protagonizó, no obstante, entre los capítulos mucho más refulgentes de la historia de españa en el Nuevo Mundo, siendo su historia un caso de muestra de heroísmo y honestidad.

La abuela materna de Francisco de Orellana pertenecía a la familia Pizarro, tal es así que tanto por su patria chavala como por su estirpe no le eran extraños los aromas americanos. Nada se conoce de su niñez, pero no cabe duda de que desde niño deseó emular las gestas de sus paisanos, en tanto que en 1527, siendo solo un mozalbete, se trasladó al Nuevo Mundo para complementarse en la achicada hueste de su familiar, Francisco Pizarro.

Al lado de él participó en la conquista del Imperio de los incas, revelando ser un soldado hábil y más que nada fogoso, tanto que en determinada ocasión pecó de temerario y perdió un ojo peleando contra los indios manabíes. Antes de cumplir los treinta años, Orellana había tomado parte en la colonización del Perú, había fundado la localidad de Guayaquil y era, según los cronistas, enormemente rico.

Al reventar la guerra civil entre Francisco Pizarro y Diego de Almagro, Orellana no vaciló en inclinarse en pos de su familiar. Organizó un pequeño ejército y también intervino en la guerra de Las Salinas, donde Almagro fue derrotado. Luego se retiró a sus tierras ecuatorianas y desde 1538 fue gobernador de Santiago de Guayaquil y de la Nueva Villa de Puerto Viejo, etapa donde se distinguió por su carácter emprendedor y por su generosidad.

Además de esto, logró algo realmente encomiable y singular: ya que deseaba ligar su vida a esos territorios, juzgó preciso estudiar las lenguas indígenas y se dedicó esmeradamente a su estudio. Este afán, que le honra y distingue de sus rudos pares, iba a contribuir en buena medida a que alcanzase la ansiada gloria, como observaremos mucho más adelante.

Aun en el momento en que podía haber terminado sus días cubierto de paz y prosperidad, ni las riquezas ni el confort podían aliviar su sed de aventuras y nuevos horizontes. Por este fundamento, en el momento en que supo que el gobernador de Quito, Gonzalo Pizarro, se encontraba organizando una expedición al legendario País de la Canela, Orellana no vaciló ni un instante y se ofreció a acompañarlo.

El País de la Canela

Las novedades sobre la abundancia de la apreciada condimenta en las tierras del oriente ecuatoriano se remontaban a una temporada previo a la llegada de los españoles, y eran tan prometedoras como las que daban cuenta del fantástico reino de El Dorado. El hermano pequeño del conquistador del Perú se encontraba resuelto a hallar la gloria en el hallazgo de aquel fructífero País de la Canela y con ese propósito salió de Quito en el mes de febrero de 1541 adelante de 220 españoles y 4.000 indígenas. Por su parte, Orellana procuró reunirse con él, pero al llegar a la ciudad más importante tuvo conocimiento de que Gonzalo ahora había partido, dejando el encargo de que prosiguiera sus pasos.

A la cabeza de un achicado conjunto de veintitrés hombres, Orellana se dispuso a atravesar los temibles Andes ecuatorianos. Tras recorrer la altiplanicie, empezó una lenta y fatigosa ascensión sorteando profundas quebradas, laderas pobladas de una maleza inescrutable y atentos pedregosas desprovistas de toda vegetación. En las cimas andinas, los expedicionarios sufrieron a raíz del viento gélido y sobrecogedor; después, tras un penoso descenso, el calor tórrido y la atmósfera asfixiante de la selva volvieron a quebrantarles. Al fin, macilentos y dezmados, llegaban al campamento de Gonzalo Pizarro con un rayo de promesa brillándoles en los ojos.

La decepción fue colosal. El campamento no estaba en ningún fragante bosque de árboles de la canela, sino más bien en una región pantanosa y también inhabitable. Hundiéndose en las ciénagas y tropezando de manera continua con las gruesas raíces que alfombran la jungla, los hombres procuraron por los aledaños el codiciado producto, encontrando solo pequeños arbustos silvestres flacos y desparramados entre el follaje, de una canela prácticamente sin aroma.

La situación se realizó insostenible. Los víveres escaseaban y los sobrevivientes estaban extenuados. Ante la imposibilidad de seguir por la selva, Gonzalo Pizarro resolvió proseguir el curso de un río próximo con el auxilio de un bergantín que, evidentemente, deberían crear en aquel mismo lugar. Famélicos y empapados de sudor, los hombres se apuraron a recortar árboles, elaborar hornos, llevar a cabo fuelles con las pieles de los caballos fallecidos y forjar clavos con las herraduras. Cuando la improvisada nave estuvo lista, confirmaron con alborozo que flotaba sobre las aguas. Había sido una labor ímproba, pero sus sacrificios se veían, al fin, retribuidos.

Gonzalo Pizarro solicitó a Orellana que se embarcase con sesenta hombres y fuera río abajo en pos de alimentos, estimando que su lugarteniente podría comprenderse de manera directa con los indígenas en el caso de localizarlos, ya que conocía perfectamente sus dialectos. Navegando por los ríos Coca y Napo, el conjunto de aventureros continuó la marcha a lo largo de días y días sin conseguir poblado alguno.

El apetito atenazaba sus estómagos y hubieron de comer desaforadamente cueros, cintas y suelas de zapatos cocidos con ciertas yerbas. Durante estas jornadas tráficas, Orellana supo verse estable y logró sostener la ética y la especialidad de sus hombres predicando con el ejemplo antes que con las expresiones. Al fin, el día 3 de enero de 1542, llegaron a las tierras de un cacique llamado Aparia, que los recibió ampliamente y les ofreció enormes proporciones de comida.

Cumplida la sección primera de su misión, Orellana dio las órdenes pertinentes para arrancar el regreso río arriba con objeto de ir en pos de Gonzalo Pizarro, quien, según lo acordado, iba a descender de forma lenta por la orilla hasta hallarse con su lugarteniente. No obstante, sus hombres se resistieron. Juzgaban que era materialmente irrealizable remontar la briosa corriente con su insegura nave, y que, aun en el momento en que lo consiguiesen, no podrían cargar víveres, ya que el húmedo calor de la selva los echaba a perder en escasas horas. Se negaban a sacrificar estérilmente sus vidas por obedecer una orden suicida. Orellana, convencido por estos argumentos, se sometió a sus hombres, poniendo como condición que esperasen en aquel sitio 2 o tres semanas para ofrecer tiempo a que Gonzalo pudiera alcanzarlos.

Pasado un mes y ya que no había novedades de Gonzalo Pizarro, los navegadores embarcaron nuevamente. Descendieron por las poco a poco más turbulentas aguas y el 11 de febrero vieron que "el río se partía en 2". En situación, habían llegado a la confluencia del río Napo con el Amazonas, al que bautizaron con este nombre tras tener un asombroso acercamiento con las legendarias mujeres guerreras.

La impresionante Amazonia

Ya que se desvanecía toda promesa de reunirse con Gonzalo Pizarro, verdadero jefe de la expedición, Orellana fue escogido de manera unánime capitán del conjunto. Se decidió crear un nuevo bergantín, al que se puso por nombre Victoria, y proseguir por el río hasta mar abierto. Durante el camino, los heroicos navegadores arrostraron mil riesgos, fueron atacados múltiples ocasiones por los indígenas y brindaron muestras de un valor increíble.

El viaje les deparó continuas sorpresas: árboles inmensos, selvas de lasciva vegetación y un río que mucho más bien parecía un mar de agua dulce y cuyos afluentes eran mayores que los mucho más caudalosos de España. Cuando dejaron de divisar las riberas de aquel grandioso río, Orellana ordenó que se navegara en zigzag para ver las dos riberas.

En la mañana del 24 de junio, día de San Juan, fueron atacados por un conjunto de amerindios encabezado por las míticas amazonas. Los españoles, frente aquellas mujeres altas y robustas que disparaban sus arcos con habilidad, creyeron estar soñando. En la refriega lograron llevar a cabo preso a entre los hombres que acompañaban a las aguerridas damas, quien les relató que las amazonas tenían una reina que se llamaba Conori y tenían enormes riquezas. Maravillados por el acercamiento, los nautas bautizaron el río en honor de tan fantásticas mujeres.

El 24 de agosto, Orellana y los suyos llegaron a la desembocadura de aquella pasmante masa de agua. Durante un par de días lucharon contra las olas que se formaban al chocar la corriente del río con el océano y, por fin, lograron salir a mar abierto. El 11 de septiembre llegaban a la isla de Cubagua, en el mar Caribe, acabando el mucho más interesante periplo exploratorio de los que prosiguieron al hallazgo de América.

En frente de la acusación de traición

Francisco de Orellana aún retornaría a España en el mes de mayo de 1543, tras negar en Portugal una tentadora oferta de someter las zonas que había explorado en nombre del rey Juan III. Tuvo que contestar frente al Consejo de Indias de las acusaciones elaboradas contra él por Gonzalo Pizarro, que había logrado salir de la selva ecuatoriana y regresar a Quito. Los cargos de abandono, alzamiento y traición fueron desestimados frente a las pormenorizadas afirmaciones de sus hombres, que brindaron cuenta de su integridad y de la honradez de sus actos.

Al año siguiente, Orellana contrajo matrimonio con una muchacha sevillana de buena familia llamada Ana de Ayala, fue nombrado adelantado de la Nueva Andalucía y firmó con el príncipe Felipe (el futuro Felipe II de España) las capitulaciones para una exclusiva expedición al Amazonas. Sin embargo, en sus negociaciones con mercaderes, mediadores y prestamistas, entabladas al efecto de elaborar el viaje, Orellana fue víctima de su nobleza y su buena fe.

Quien había superado todas y cada una de las adversidades en el planeta descubiertamente hostil de la selva no fue con la capacidad de vencer las que le proponía el planeta supuestamente amistoso de la urbe. En la primavera de 1545 había logrado reunir 4 naves, pero se encontraba arruinado y no podía dotarlas de lo mucho más preciso. Se le comunicó que, ya que no había cumplido lo estipulado en las capitulaciones, la expedición quedaba cancelada.

Orellana no ha podido admitir esta deshonra y partió pese a la prohibición expresa de las autoridades y del precario estado de sus naves. Durante la travesía cometió aun actos de piratería para hallar lo indispensable. El 20 de diciembre llegaba nuevamente a la desembocadura del Amazonas y, sin oír los consejos de sus pasajeros, decidió lanzarse en el instante río arriba a la aventura.

Sus sueños de gloria acabaron en el mes de noviembre de 1546 en algún punto de la selva amazónica, a riberas del río al que había dado lo destacado de sí. Las fiebres brindaron cuenta de la presencia de aquel hombre indomable en la mitad del silencio de la jungla, roto tan solo por los chillidos de los pájaros. Su tumba fue una cruz mucho más al pie de un árbol, en el ámbito mucho más grandioso que logre concebirse.

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