Si has llegado hasta aquí es porque tienes consciencia de la trascendencia que tuvo Fernando IV de Castilla en la historia. La forma en que vivió y las cosas que hizo en el tiempo en que estuvo en este mundo fue determinante no sólo para quienes trataron a Fernando IV de Castilla, sino que tal vez legó una señal mucho más insondable de lo que podamosimaginar en la vida de personas que tal vez jamás conocieron ni conocerán ya nunca a Fernando IV de Castilla de forma personal.Fernando IV de Castilla ha sido un ser humano que, por alguna causa, merece ser recordado, y que para bien o para mal, su nombre nunca debe borrarse de la historia.
Las biografías y las vidas de personas que, como Fernando IV de Castilla, atraen nuestra curiosidad, deben servirnos en todo momento como referencia y reflexión para conferir un marco y un contexto a otra sociedad y otra época de la historia que no son las nuestras. Intentar entender la biografía de Fernando IV de Castilla, el motivo por qué Fernando IV de Castilla vivió como lo hizo y actuó del modo en que lo hizo a lo largo de su vida, es algo que nos ayudará por un lado a entender mejor el alma del ser humano, y por el otro, la manera en que se mueve, de forma implacable, la historia.
(Fernando IV de Castilla y León, asimismo llamado el Emplazado; Sevilla, 1285 - Jaén, 1312) Rey de Castilla (1295-1312), hijo de Sancho IV y de María de Molina. Junto con Portugal y la Corona de Aragón procuró batallar al reino de Granada (1308), pero fracasó en la compañía por el abandono de parte de los nobles, y solo ha podido apoderarse Gibraltar (1309).
Fernando tuvo como ayo a Fernán Pérez Ponce, un viejo servidor de Alfonso X el Sabio. En el instante de su nacimiento el matrimonio de sus progenitores, Sancho IV y María de Molina, todavía no había recibido la precisa dispensa preceptiva de vínculo para su validez determinante, lo que no dejaba de condicionar de alguna forma, en esos instantes, su futuro, más que nada sabiendo los probables derechos al trono de sus primos, los infantes de la Cerda.
En 1286 Fernando fue jurado como heredero de la Corona en Zamora, localidad a la que le había llevado su madre para su crianza. Las relaciones y tratados logrados por sus progenitores con Francia, cobijo de los infantes de la Cerda, entre 1288 y 1290, dejaron normalizar los apoyos que estos últimos tengan la posibilidad de utilizar. En 1291, el ascenso de Jaime II el Justo a la Corona de Aragón propició un nuevo acercamiento a ese reino, segundo de los apoyos escenciales para los probables contendientes al trono de Castilla del príncipe Fernando. Lo mismo ocurrió todavía con Portugal, cuyo comprensión con Castilla acabó con el acuerdo marital del heredero y la infanta portuguesa Constanza.
Aún con todo, el futuro no era seguro para el heredero de Sancho IV, que vio fallecer a su padre en 1295, en el momento en que contaba solamente nueve años. El propio monarca difunto dejó en su testamento a su mujer, María de Molina, como tutora de su hijo Fernando, indudablemente sospechando las discordias que habrían de generarse a lo largo de la minoridad. Las previsiones se cumplieron con creces, y los primeros años de reinado de Fernando IV, bajo la tutoría de su madre, quien no había logrado aún la dispensa preceptiva para la validez de su matrimonio, representaron un periodo de tiempo especialmente problemático para la crónica de Castilla.
Fernando IV fue proclamado rey en Toledo, justo después de haber asistido a los entierros de su padre; allí juró, adjuntado con su madre, almacenar los fueros del reino, cubierto de familiares y magnates. Sin embargo, fueron estos últimos, los infantes (tíos de Fernando) y las cabezas de las primordiales viviendas nobiliarias, como Juan Núñez y Nuño González de Lara, los que contribuyeron a la perturbación popular y política de esos años. Contra ellos, la reina y su hijo solo lograron oponer el acompañamiento circunstancial de las Cortes o la asistencia ocasional de los mucho más leales.
La crisis fue interior y exterior: verdaderas guerras civiles y también invasiones por la parte de los vecinos de Castilla conminaron aun con la desmembración del reino. La salvación final no impidió un grave quebranto económico y político para exactamente la misma monarquía. Neutralizar a los mucho más ambiciosos, como los infantes Juan o Enrique el Senador, costó la distribución de pertenencias y villas a costa del patrimonio real, y eludir enfrentamientos fronterizos con el rey de Portugal forzó asimismo a efectuar concesiones territoriales.
Ni aún de este modo Castilla se libró de las rebeliones nobiliarias interiores o del acoso general desde el exterior. Ambas amenazas terminaron por estar íntimamente similares. Cuando el rey de Aragón, Jaime II, decidió explotar la minoridad de Fernando IV para conseguir el poder del reino de Murcia, se alió con el reino musulmán de Granada y volvió a alzar la bandera del pretendiente al trono de Castilla, Alfonso de la Cerda. Pero es que, además de esto, contó con la colaboración del infante Juan, hermano de Sancho IV, que habría de recibir el trono de León, Galicia y Asturias. Todavía se sumaron a la conjura Navarra y Portugal, prestas a progresar sus fronteras. Y no faltó otro infante, Pedro de Aragón, solicitado de la invasión de Castilla.
Los meses del invierno de 1296 fueron de angustia para la tutora, María de Molina, y de indecisión para el futuro de Fernando IV. Hasta las Cortes de León, que se juntaron en Palencia bajo la presión de los pretendientes, podían haber quitado su adhesión al hijo de Sancho IV; afortunadamente para él, no fue de esta forma. Enfermo a veces y llevado por su madre de una localidad a otra, mediante la meseta castellana, Fernando IV contaba entonces prácticamente con ese único acompañamiento. El viejo infante Enrique, entre los pocos consejeros que le quedaban a su madre, solo pensaba en sacar algún beneficio de la situación, al paso que los contrincantes de Fernando IV lo ocupaban o asolaban todo.
Una situación inopinada salvó a Fernando IV: la peste que, con apariencia de horrible epidemia, atacó al ejército de sus contrincantes y también invasores. La mayoría se retiró, y María de Molina ha podido regresar a negociar con los portugueses: se ratificó nuevamente el acuerdo de matrimonio entre Fernando IV y Constanza de Portugal, y se acordó entonces el de su hermana Beatriz con el futuro Alfonso IV el Bravo, heredero del reino lusitano. Lo que no se ha podido eludir fue que la guerra civil continuara a lo largo de un buen tiempo en tierras castellanas.
La ruina económica y la desolación han quedado patentes en las asambleas de Cortes de los años 1298 a 1300. Pero Fernando volvió a tener el acompañamiento de esta institución, que en su asamblea de Valladolid de 1298 aprobó los subsidios precisos para el pago de las bulas de legitimación preceptiva del matrimonio de su madre. Las bulas no llegaron a Castilla hasta 1301, pero al final daban validez al matrimonio de María de Molina, viuda de Sancho IV, y disipaban las inquietudes sobre nuestra legitimidad de su heredero, a quien además de esto se dispensaba asimismo de vínculo para su matrimonio con Constanza de Portugal.
Esto influyó en la pacificación de la nobleza y en la renuncia de los pretendientes al trono, que habían perdido además de esto sus apoyos exteriores. No supuso la paz con Aragón, que retenía el reino de Murcia, pero sí el objetivo de las pretensiones de Alfonso de la Cerda de substituir a Fernando IV en el trono de Castilla. Los infantes y los nobles, que habían medrado de una u otra forma a lo largo del enfrentamiento, se aprestaron a tomar novedosas situaciones frente a la inminente mayoría de edad de Fernando IV (en 1301, a los dieciséis años) y el comienzo efectivo de su reinado, al que llegó al final bien afianzado en el trono, gracias en parte importante a los desvelos de María de Molina.
De ella trataron de alejarle los nobles desde aquel instante, con bastante éxito. Entre 1301 y 1302 María de Molina perdió el control de su hijo, que cayó bajo la predominación de su nuevo maestresala, Juan Núñez de Lara, y de su tío el infante Juan. Se vio además de esto desairada por la ingratitud de su hijo, quien, influido indudablemente por sus nuevos consejeros, le solicitó cuentas de su tutoría en las Cortes de Medina del Campo.
El reinado de Fernando IV de Castilla no duró considerablemente más que su minoridad; los inconvenientes fueron exactamente los mismos, sin que se logre decir que su autoridad pesara considerablemente más de lo que lo había pesado la de su madre. El precio de la paz con sus vecinos, más que nada con Aragón, fue exactamente el mismo o mayor: pérdidas territoriales. La nobleza continuó realizando su cosecha de poder y riqueza, mientras que las Cortes se quejaban de manera continua de las dificultades, escaseces, desórdenes y miserias que aquejaban a los concejos. La guerra contra Granada, último propósito de la Reconquista, se reinició, si bien sin bastante éxito. De todas y cada una formas, la primera oportunidad que Fernando IV de Castilla tomó contacto con la frontera musulmana no fue exactamente para atacarla. En 1303 firmó una paz con Muhammad III, quien se declaraba su vasallo y preservaba, merced a ello, ciertas compras recientes.
Las verdaderas intranquilidades del monarca español estaban, en esos instantes, dentro de los reinos que había comenzado a gobernar. Allí los nobles conspiraban con vistas a sus intereses. El infante Enrique, que murió prácticamente al tiempo que Fernando IV alcanzaba la paz con Granada, maniobraba para evitar la paz con Aragón. El infante don Juan Manuel, presto a comprenderse de forma directa con Jaime II de Aragón, decidió casarse con una de sus hijas y rendirle homenaje en lugar de recobrar y preservar sus territorios murcianos. Diego López de Haro, señor de Vizcaya, fomentaba una charla con el rey aragonés para repartir poderes y tenencias.
En el final, las diferencias políticas y territoriales entre Castilla y Aragón trataron de solventarse mediante una sentencia arbitral, con intervención del rey de Portugal, el obispo de Zaragoza y el infante español Juan como árbitros o intercesores. Sus resoluciones, fabricadas públicas en la sentencia de Tordesillas (1304), trazaron una línea divisoria en Murcia, al paso que daban por zanjada la disputa por la Corona castellana en pos de Fernando IV.
Ciertos historiadores, más que nada castellanos, piensan esta sentencia un auténtico desposeo, a cambio del que Fernando IV de Castilla no recibió mucho más que un reconocimiento, que tenía, en frente de los infantes de la Cerda. Por otra sección, la paz con Aragón no acarreó la pacificación instantánea entre el infante Juan y Diego López de Haro por el señorío de Vizcaya, sino supuso una grave perturbación que afectó a la situación política y a la autoridad del propio Fernando IV. Su intervención en la disputa, apoyando de entrada a su tío el infante, fuera o no beneficiada, le trajo bastantes inconvenientes. A Diego López de Haro se unió Juan Núñez de Lara, con quienes Fernando IV mantuvo una corto guerra en la primavera de 1306. No supuso ni muchísimo menos para él una victoria: al agravamiento de la situación general del reino se añadió un convenio final con sus nobles que no terminó de satisfacer a varios ni contribuyó a prosperar su situación.
Como penosa secuela sucedió una revuelta interpretada por Juan Núñez de Lara, a la que Fernando IV solamente ha podido llevar a cabo frente, finalizando por avenirse a un nuevo pacto. El resto de los nobles, en este momento con el infante Juan a la cabeza, aprovecharon para imponer condiciones al monarca. Se podría decir que, entre 1305 y 1308, Fernando IV padeció una grave derrota en frente de su nobleza. Es viable que, para contrarrestar estas adversidades interiores, Fernando intentara buscar en el exterior refuerzos a su autoridad y a su prestigio. Así se ha interpretado en ocasiones su empeño contra el reino de Granada, que caracteriza los últimos años de su reinado.
Por supuesto, con lo que sí que contó en un caso así fue con la coalición, indudablemente interesada, de su viejo enemigo, Jaime II de Aragón. En 1309 Fernando IV puso cerco a Algeciras y se apoderó de Gibraltar, al tiempo que su aliado atacaba por mar Almería. Sin embargo, las operaciones no fueron considerablemente más allí, por carecer de medios y de dinero y gracias a la traición de bastantes nobles que abandonaron la compañía prontísimo, encabezados por los infantes Juan y Juan Manuel. La sombra de estas intrigas y revueltas nobiliarias acompañaron a Fernando IV hasta su muerte.
Tras su fracaso en Algeciras, que lo forzó a efectuar pactos con el rey de Granada, aparentemente Fernando IV proyectó librarse ferozmente de sus contrincantes interiores. Sobre todo del infante Juan, al que llegó a tender una genuina emboscada en Burgos en 1311, con motivo de las bodas de su hermana Isabel con el duque de Bretaña. El episodio solo sirvió a fin de que enfermara y se agravara paulativamente su estado físico, al paso que el riesgo de revueltas nobiliarias en Castilla no solo no menguó, sino aumentó. El accionar de Fernando IV provocó temor entre varios, y la tuberculosis logró presa en él, como lo había hecho en su padre. Entre recelos, malquerencias, odios y concordias poco equilibrados transcurrió el último año de su historia y de su reinado.
Hasta un hecho especialmente gozoso y también esencial, como fue el nacimiento de su hijo y heredero, el futuro Alfonso XI el Justiciero, se transformó en una fuente de enfrentamientos y sinsabores. La disputa por la previsible tutoría y regencia dividió aún mucho más los pareceres de quienes rodeaban a Fernando IV, incluida su mujer, Constanza, partidaria de un conjunto nobiliario. No faltó quien se resistió a admitir al heredero o procuró deponer al propio Fernando antes de tiempo, como su hermano Pedro, que por entonces se casó con una infanta de Aragón. Sin embargo, Fernando IV ha podido fallecer ocupando su trono, si bien lejos de las tensiones cortesanas, en Jaén, en el momento en que había reanudado la ofensiva contra Granada, probablemente la misión que mucho más le hubiese dado gusto efectuar adelante de los ejércitos castellanos.
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