Enrique VIII de Inglaterra

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Vida y Biografía de Enrique VIII de Inglaterra

(Greenwich, 1491 - Westminster, 1547) Rey de Inglaterra (1509-1547), correspondiente a la dinastía Tudor.

Menos popular por los logros de su reinado que por sus seis esposas, el celebérrimo Enrique VIII de Inglaterra pasó a la civilización habitual con una imagen frecuentemente distorsionada. Se frecuenta rememorar a sus esposas engañadas, repudiadas o ejecutadas, olvidando que nuestro monarca, en su lícita ansia de tener hijos hombres en quien perpetuar la dinastía, fue de forma frecuente víctima de las malas artes de sus mujeres, de consejeros poco eficientes o sencillamente de la fortuna.

Si bien la vida de alcoba de Enrique VIII fue impresionante y merece ser contada y famosa, no menos es cierto que poca incidencia histórica tuvo en su reinado, con la definitiva salvedad de la triste historia de Ana Bolena: la apasionado y después segundo mujer de Enrique VIII fue entre los detonantes del cisma anglicano. Desligado de Roma, el rey pasó a ser cabeza de la Iglesia de Inglaterra, disolvió las órdenes religiosas y también incautó sus recursos.

Las secuelas fueron profundas: el poder real se vio robustecido, y las riquezas conseguidas favorecieron una principiante industrialización y el avance de la marina inglesa, base de un futuro poderío militar y comercial que se manifestaría en la era isabelina, esto es, en el reinado de Isabel I de Inglaterra (1558-1603), hija exactamente de Ana Bolena. En política exterior, Enrique VIII supo sostener el bien difícil equilibrio de las potencias de europa, lo que da fe de su aptitud como estadista.

Biografía

Segundo hijo de Enrique VII de Inglaterra, el futuro Enrique VIII tenía nueve años en el momento en que asistió como infante a los desposorios de su hermano mayor Arturo, príncipe de Gales, con Catalina de Aragón, hija menor de los Reyes Católicos. Arturo era el primogénito y consecuentemente el heredero del trono de Enrique VII, quien con esta unión pretendía consolidar su coalición con España y garantizar una fecunda descendencia a su estirpe.

Todo parecía ir viento en popa para los Tudor en el momento en que, cinco meses después, siendo aún recientes los dichosas ecos de la boda, el príncipe Arturo moría víctima de una gripe aguda frente a la que los médicos de la época se presentaron impotentes. Súbitamente, todo pareció venirse abajo. La salud del rey Enrique VII era notoriamente mala y su único hijo superviviente, el futuro Enrique VIII, no había alcanzado aún la mayor parte de edad. Inmediatamente fue proclamado sustituto en previsión de cualquier contingencia.

En 1509 murió Enrique VII, y Enrique VIII ocupó el trono designado a su difunto hermano. Enrique VIII tenía entonces diecisiete años y era un apuesto joven a quien no hacía falta comprensión ni capacidad política. Tras ajustar la corona en substitución de su hermano, estimó que por causas de Estado era exacto reemplazarle asimismo como marido. Desprenderse de Catalina de Aragón y devolverla a su país suponía perder la copiosa dote aportada por sus progenitores y, lo que era aún más esencial, recortar un nudo de inestimable valor con la corona de españa, mucho más preciso que jamás en el revuelto contexto político europeo de ese momento.

La solución consistió en declarar nulo el link de la Catalina con Arturo. La propia Catalina de Aragón reconoció frente a un tribunal eclesiástico que la unión previo no se había consumado por incapacidad del cónyuge y que, por consiguiente, ella proseguía siendo doncella. La Santa Sede no tuvo problema en dar la dispensa y, un par de meses tras subir al trono, Enrique VIII se casó con Catalina de Aragón, cinco años mayor que él.

Catalina de Aragón

Desde el súbito fallecimiento de Arturo, Catalina de Aragón había continuado recluida en la fortaleza galesa de Ludlow, entregada a rezos y lutos y en espera de lo que le deparase el destino. El largo encierro la había transformado en una comadre de marchita fachada y excesivas prácticas devotas. Tras su boda con Enrique VIII dio a luz seis ocasiones, pero el único varón nacido con vida solo incitó a lo largo de cincuenta y un par de días.

Enrique VIII comenzó a tener apasionados escrúpulos de conciencia y a estimar que el origen del maleficio se encontraba en la Biblia: "No tienes que conocer la desnudez de la mujer de tu hermano", sentencia el Levítico. Su matrimonio con su cuñada, pensaba, no había sido válido, sino más bien pecaminoso y contraindicado; Catalina se encontraba maldita y era exacto liberarse de ella. La coyuntura en todo el mundo dejó la adopción de medidas radicales. La preponderancia en Europa del todopoderoso soberano español Carlos V, emperador de roma-germánico y dueño de la mitad del planeta, indujeron a Enrique VIII a aproximarse a Francia para contrarrestar su fuerza. Podía, ya que, desembarazarse de Catalina sin perder socios, si bien no iba a ser simple conseguir un método legal o supuestamente legal de llevarlo a cabo.

No menos esencial que la carencia de descendencia y la coyuntura europea fue la entrada en escena de Ana Bolena, noble inglesa que, tras ser educada en Francia, había regresado en 1522 a la corte como dama de la reina Catalina. Su atrayente despertó pasiones entre individuos encumbrados, entre ellos exactamente el mismo Enrique VIII, que trató de cautivarla y obstaculizó su boda con lord Henry Percy. Pero la ambiciosa Ana Bolena no se encontraba preparada para transformarse en pura apasionado; deseaba ser reina y, a través de una fríamente calculada alternancia de favores y desdenes, logró que Enrique VIII se enamorase perdidamente de ella.

El cisma anglicano

Culto y también capaz, Enrique VIII había exhibido desde su juventud su ferviente catolicismo. Había usado su brillantez contra la reforma protestante lanzada por Lutero en 1520, mostrándose como un enérgico defensor de la fe católica. «Defensor de la fe» fue precisamente el título que le dio el papa León X por el Tratado de los siete sacramentos, que el monarca había escrito en 1521.

Pero esta situación cambiaría a causa del enfrentamiento liberado con la Iglesia por el acuciante inconveniente sucesorio: el matrimonio con Catalina de Aragón no le había dado herederos hombres. En 1527, Enrique VIII solicitó al papa Clemente VII la anulación del matrimonio so motivo del vínculo previo entre los cónyuges. El papa, presionado por Carlos V (que era sobrino de Catalina), negó la anulación, y Enrique VIII decidió romper con Roma, aconsejado por Thomas Cranmer y Thomas Cromwell.

Para esto, Enrique VIII se armó de razonamientos recabando de distintas universidades de europa dictámenes convenientes a su divorcio (1529); y aprovechó el descontento reinante entre el clero secular inglés por la excesiva fiscalidad papal y por la acumulación de riquezas a cargo de las órdenes religiosas para hacerse admitir jefe de la Iglesia de Inglaterra (1531).

En 1533 logró que Thomas Cranmer (a quien había nombrado arzobispo de Canterbury) anulara su primer matrimonio y coronara reina a su apasionado, Ana Bolena. El papa Clemente VIII respondió con la excomunión del rey. La reacción de Enrique VIII no fue menos contundente: logró aprobar en el Parlamento el Acta de Supremacía (1534), en razón de la que se declaraba la independencia de la Iglesia Anglicana y se erigía al rey en máxima autoridad de exactamente la misma.

La Iglesia de Inglaterra quedó de esta forma desvinculada de la obediencia de Roma y transformada en una Iglesia nacional sin dependencia cuya cabeza era nuestro rey, lo que dejaría a la Corona expropiar y vender el patrimonio de los monasterios; los católicos ingleses que continuaron leales a Roma fueron perseguidos como traidores; su primordial exponente, el humanista Tomás Moro, creador de Utopía, fue ejecutado en 1535.

Sin embargo, Enrique VIII no dejó que se pusiesen en cuestión los dogmas escenciales del catolicismo; para evitarlo dictó el Acta de los Seis Artículos (1539). Obviamente no ha podido evitar que, tras su muerte, Cranmer llevara a cabo la reforma de la Iglesia Anglicana, que se situó terminantemente en el campo del cristianismo protestante, con la introducción de elementos luteranos y calvinistas.

Ana Bolena

Aun habiendo sido excomulgado y hallándose descontento consigo y víctima de los remordimientos, nada impidió a Enrique VIII gozar de los favores de Ana Bolena, que se le había entregado con pasión en relación los hechos han comenzado a favorecerla.

En la época de marzo de 1533, Ana Bolena comunicó a su regio apasionado que se encontraba embarazada. Enrique, desquiciado de júbilo, dispuso la liturgia, que sucedió el 1 de junio en la abadía de Westminster. Pocos vítores se escucharon entre la multitud: las gentes veían en ella a la concubina advenediza carente de escrúpulos que había encantado a su buen rey con malas artes.

Tres meses después, la novedosa reina dio a luz una hija que se llamaría Isabel y llegaría a ser entre las mucho más enormes soberanas inglesas, pero Enrique VIII no podía saberlo y se sintió muy decepcionado: todo el escándalo no había servido para garantizar la sucesión. El alumbramiento de una hembra desgastó sensiblemente la situación de Ana Bolena.

El 7 de enero de 1536 moría Catalina de Aragón, sola, dejada y lejos de la corte. Veinte días después, Ana Bolena parió nuevamente, en esta ocasión un hijo fallecido. Enrique no se dignó visitarla; acusada de adulterio, que tuvo que confesar tras ser torturada, la soberbia y calculadora cabeza de Ana no tardó en caer (19 de mayo de 1536) y el matrimonio fue proclamado nulo por los obispos ingleses.

Juana Seymour

Mientras que, el rey no había perdido el tiempo. Su novedosa preferida se llamaba Juana Seymour y era una muchacha dama descendiente por rama colateral de Eduardo III. En contraste con la frialdad manipuladora y enérgica de Ana Bolena, Juana Seymour era una mujer tímida y dócil, pero asimismo letrada y también capaz, y fue probablemente, de entre sus esposas, la que mucho más amó a Enrique VIII.

El monarca se prometió de manera oficial con Juana un par de días tras la ejecución de Ana Bolena. En 1537, Juana Seymour lo colmó de felicidad al ofrecerle un hijo varón, Eduardo, que sucedería a su padre como Eduardo VI. Se distanciaba de esta forma el espectro de la maldición que parecía pesar sobre la dinastía; el niño había nacido enclenque y enfermizo, pero el rey podía abrigar la promesa de tener próximamente mucho más hijos hombres, fuertes y sanos. De ahí que se sumiera en la tristeza en el momento en que, un par de semanas tras el parto, Juana Seymour murió de unas fiebres puerperales. Enrique VIII la logró sepultar en el panteón real de Windsor; de manera oficial, Juana Seymour había sido la primera reina.

Ana de Clèves

Transcurrieron un par de años antes que se resolviera a contraer novedosas nupcias. En 1540, Enrique VIII volvió a casarse con Ana de Clèves para hacer mas fuerte la coalición de Inglaterra con los protestantes alemanes. Cumplidos los 40 y siete años y recambio ahora de la desaparición de Juana, se había resuelto a evaluar fortuna de nuevo alentado por su valido Thomas Cromwell, quien le mostró un embriagador retrato de la princesa Ana de Clèves pintado por Hans Holbein el Joven, en el que aparecía una chavala adorable de angelicales facciones.

Correspondiente a la nobleza alemana, Ana de Clèves vivía lejos de Londres y nunca había pisado Inglaterra, pero ello no fue óbice a fin de que se firmasen ceremoniosamente las capitulaciones y a fin de que se dispusiese el acercamiento del rey con su futura mujer. Por desgracia para Enrique, el profesor Holbein había sido en demasía piadoso con su modelo; Ana tenía el semblante marcado por la viruela, la nariz colosal y los dientes horrorosamente saltones. Además, ignoraba otro idioma que no fuese la lengua alemana y su voz recordaba el relincho de un caballo.

El desdichado marido aceptó el yugo que se le imponía y accedió al casamiento por tratarse de una obligación contraída por adelantado, pero no ha podido consumar la unión pues, según sus expresiones, le era irrealizable vencer la repugnancia que sentía "en compañía de aquella yegua flamenca de pechos flácidos y risa destemplada".

Solamente seis meses tras la boda, la reina fue "expedida" al palacio de Richmond y se empezaron los trámites para sentenciar la disolución del vínculo. Ana de Clèves fue compensada con 2 vastas viviendas campestres y una jugosa pensión en lugar de no manifestarse jamás mucho más por la corte. Nombrada honoríficamente "Su Gracia la Hermana del Rey", continuó recluida en sus pertenencias el resto de su vida y cumplió con los términos del pacto.

Catalina Howard

El caso de la próxima mujer, Catalina Howard, tuvo un inicio totalmente contrario. Si bien los retratos que se preservan de ella no le hacen justicia, el día de hoy se conoce que en persona resultaba deslumbrante. En presencia de aquella ninfa, el rey creyó estar soñando. Sus avellanados ojos, sus pelos rojizos y su figura impecable hechizaron de tal forma al monarca que la boda fue preparada con una excepcional celeridad.

Todo el boato de la corte de los Tudor, extinguido tras la desaparición de Juana Seymour, apareció nuevamente bajo el estímulo de la novedosa reina, resplandeciente, vivaz y siempre y en todo momento risueña. Enrique VIII parecía estar viviendo una segunda juventud, pero su entusiasmo fue corto. Cuanto se había inventado para desacreditar a Ana Bolena y llevarla al patíbulo resultó ser una verdad incontrovertible en la situacion de Catalina Howard: aparentemente, la antojadiza chica había sostenido relaciones cariñosas con su preceptor y con múltiples músicos desde la edad de trece años, actividad que había continuado aun tras su link con el rey.

La nómina de sus amantes se incrementó por instantes y ciertos galanes de la corte fueron descuartizados tras confesar sus relaciones con Catalina. La reina fue tildada crudamente de "ser ramera antes del matrimonio y infiel tras él". El 12 de febrero de 1542 fue ejecutada exactamente en el mismo sitio que Ana Bolena y por exactamente el mismo verdugo.

Catalina Parr

Con este currículo a sus espaldas, no es de extrañar que, en el momento en que una muy bella duquesa recibió años después a unos comisionados reales encargados de soliciar su mano representando a Enrique VIII, ella respondiese sin pestañear: "Comenten a Su Majestad que me casaría con él si tuviese una cabeza de recambio". Porque el rey, pese a haber engordado sensiblemente y ser víctima de intensos asaltos de gota, deseaba una exclusiva mujer.

El príncipe heredero era bastante enclenque y no hacía concebir esperanzas, conque para garantizar la sucesión era precisa una exclusiva reina que le diera mucho más hijos. Sin embargo, Enrique VIII era el primero en verse escéptico, más que nada tras las muchas defraudes y pesadumbres que las mujeres le habían entregado en sus matrimonios y idilios precedentes: "En este momento soy viejo y necesito mucho más una enfermera que una mujer; dudo que haya alguna mujer preparada para soportarme y a cuidar a mi pobre cuerpo."

Sin embargo, esa mujer apareció en la vida del adulto mayor rey. Se trataba de Catalina Parr, dama de noble condición que había estado casada un par de veces, tenía una notable fortuna y era asombrosamente letrada para su tiempo. Hacendosa, responsable, estudiosa y también capaz, no había duda de que tenía que ver con la persona ideal para acompañar al rey en sus últimos años. Al entrar al trono no dio ni solo una exhibe de insolencia. Discretamente pero con efectividad tomó a su cargo todos y cada uno de los temas familiares y supo proveer a Enrique, tras sus trágicos matrimonios precedentes, cinco años de paz y tranquila vejez.

El soberano murió el 28 de enero de 1547. En su entierro, al lado del estandarte real, se pusieron las enseñas familiares de Juana Seymour y Catalina Parr, ámbas únicas mujeres que de manera oficial habían contraído matrimonio con Enrique VIII y por ende figuraban como reinas. Atrás quedaban la devota Catalina de Aragón, la ambiciosa Ana Bolena, la poco afortunada Ana de Clèves y la lasciva Catalina Howard, forjadoras de un funesto destino del que la vivienda Tudor escapó prodigiosamente.

Le sucedió en el trono su único hijo varón, Eduardo VI, nacido del matrimonio con Juana Seymour, que contaba solo nueve años y murió en 1553. Se abrió entonces un periodo de tiempo de reacción católica bajo el reinado de María I Tudor, hija mayor de Enrique VIII, nacida de su matrimonio con Catalina de Aragón. Al fallecer María Tudor en 1558, ocupó el trono otra hija de Enrique VIII, Isabel I, nacida del matrimonio con Ana Bolena.

El reinado de Enrique VIII

Resulta necesario apuntar que el episodio de Catalina de Aragón y Ana Bolena tuvo una incidencia primordial en su reinado; a consecuencia del Acta de Supremacía (1534), los sitios de Inglaterra han tomado un rumbo bien distinto a los que podían señalarse como probables. El Acta de Supremacía creó una Iglesia anglicana desvinculada de la católica y doblegada a la autoridad real, si bien sin abandonar los dogmas y condenando las doctrinas reformadas (Acta de los Seis Artículos, 1539). Pero más allá de que esta Iglesia fue al comienzo tan solo cismática, no heterodoxa, no tardaría en alejarse del dogma y en arrimarse al luteranismo.

La hegemonía del monarca sobre la Iglesia sería el estable fundamento sobre el que se asentó una exclusiva era. La monarquía se enriqueció con las ventajas logrados con la venta de los recursos eclesiásticos (en 1539 fueron disueltas las órdenes religiosas y también requisados sus recursos), lo que abrió una época de prosperidad económica que favoreció una incipiente industrialización y condujo a la creación de una vigorosa flota marítima, base del posterior poderío militar y comercial.

El reinado de Enrique VIII de Inglaterra, en definitiva, se caracterizó por un fortalecimiento de la autoridad real, al someter enteramente a la Iglesia y remover las últimas construcciones feudales. Ello no impidió la consolidación del Parlamento, al unísono como instrumento de la política del rey y como órgano representativo del reino. El País de Gales fue asimilado a Inglaterra (1536) y se centralizó la jurisdicción sobre las Fabricantes. Se anexionó además de esto Irlanda, de la que Enrique VIII fue proclamado rey en 1541.

Otro capítulo esencial fueron las campañas victoriosas contra Escocia en 1512-1513 y en 1542-1545, que no fueron suficientes para unificar Gran Bretaña bajo su poder. Por otra sección, Inglaterra incrementó su importancia en Europa, merced al desarrollo de su marina de guerra y a una política exterior dominada por la búsqueda del equilibrio entre las potencias continentales: primero luchó contra Francia aliándose con Carlos V, pero en el momento en que, tras la victoria de Pavía (1525), le dio la sensación de que el emperador español alcanzaba un poderío elevado, Enrique VIII se alió contra él al costado del monarca francés Francisco I.

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