Edward G. Robinson

La historia universal la escriben las mujeres y hombres quea lo largo del tiempo, gracias a su forma de actuar, sus ideales, sus hallazgos o su arte; han originado quela humanidad, de un modo u otro,prospere.

Si has llegado hasta aquí es porque tienes consciencia de la relevancia que atesoró Edward G. Robinson en la historia. La manera en que vivió y las cosas que hizo en el tiempo en que permaneció en el mundo fue decisivo no sólo para las personas que conocieron a Edward G. Robinson, sino que quizá legó una huella mucho más profunda de lo que logremosfigurar en la vida de personas que tal vez nunca conocieron ni conocerán ya nunca a Edward G. Robinson en persona.Edward G. Robinson ha sido una de esas personas que, por alguna causa, merece ser recordado, y que para bien o para mal, su nombre nunca debe borrarse de la historia.

Apreciar lo bueno y lo malo de las personas significativas como Edward G. Robinson, personas que hacen rodar y cambiar al mundo, es algo fundamental para que seamos capaces de apreciar no sólo la existencia de Edward G. Robinson, sino la de todos aquellos y aquellas que fueron inspiradas por Edward G. Robinson, gentes a quienes de un modo u otro Edward G. Robinson influenció, y indudablemente, conocer y descifrar cómo fue el hecho de vivir en el momento de la historia y la sociedad en la que vivió Edward G. Robinson.

Vida y Biografía de Edward G. Robinson

(Emmanuel Goldenberg; Bucarest, 1893 - Los Angeles, 1973) A los diez años, deja su Rumanía natal para partir, al lado de su familia, a los Estados Unidos. Se establece en el East Side de Nueva York, y asiste al City College, en el que se graduará. Como es buen estudiante, ingresa a la reconocida Columbia University, donde ahora deja entrever un interés por el planeta de la interpretación, lo que le hace ganar una beca en la American Academy of Dramatic Arts.

Allí cambia su nombre por el de Edward G. (por Goldenberg) Robinson, con el que comienza a realizar pequeñas interpretaciones, en 1913, en distintas funcionalidades de vodevil. Debuta en Broadway en 1915 y a lo largo de los quince siguientes años de su historia prosigue mostrándose, cada vez con mucho más reconocimiento, en un riguroso número de proyectos, entre ellas The Kibitzer (1929), una comedia en tres actos que asimismo escribió con Jo Swerling (quien entonces sería, en los años del sonoro, entre los mucho más afamados argumentistas de la industria).

Había antes intervenido en un largometraje mudo que se titula The Bright Shawl (1923) de John S. Robertson, pero no debió quedar bastante satisfecho, pues no volvió a evaluar fortuna hasta 1929, ahora con el sonoro en medio de una efervescencia. Tras su fantástico Cesare Rico Bandello de Hampa dorada (1930), de Mervyn LeRoy (una interpretación que llegó a ser, sin dudas, el prototipo del gángster que, de ahora en adelante, sería retratado en la pantalla), Robinson fue encasillado a lo largo de varios años en similares papeles, pero en un tiempo reducido probó que era un actor excelso, con la capacidad de dar la vida a multitud de individuos distintas.

En esos primeros años treinta, en los que se familiarizó con su nuevo medio, trabajó con los más destacados directivos de Hollywood: Howard Hawks (Pasto de tiburones, La localidad sin ley), John Ford (Pasaporte a la popularidad), Michael Curtiz (Kid Galahad), Anatole Litvak (The Amazing Dr. Clitherhouse, Confesiones de un espía nazi) o William A. Wellman (El hacha justa). En 1940, proporciona memorables interpretaciones en 2 adaptaciones biográficas para la enorme pantalla, las dos dirigidas por William Dieterle, La mágica bola del doctor Ehrlich, la crónica del célebre científico alemán que inventó una cura para las anomalías de la salud venéreas, y La vida de Reuter, la historia del hombre que estableció las primeras agencias de novedades telegráficas.

Sus mejores interpretaciones llegarían a lo largo de la década de los 40, prácticamente todas ellas en recordables proyectos de cine negro o dramas sicológicos. En 1941, va a ser un despótico Wolf Larsen en El lobo de mar, de Michael Curtiz, el que, con mano profesora, disfraza el matiz aventurero para enseñar una parábola filosófica sobre la vida y la desaparición. Robinson mantiene completamente un guion escrito por Robert Rossen, antes de devenir un magnífico directivo, y dibuja la personalidad de un tirano (descendiente directo del capitán Bligh de Rebelión dentro) que dirige su tripulación sin el menor signo de humanidad.

Entre 1942 y 1943, forma una parte del nutrido elenco de buenos actores que dan su cara a ámbas insignes producciones de capítulos de Julien Duvivier, Seis sitios y Al margen de la vida. Y, en 1944, participa en 2 piezas maestras del cine negro: Perdición, de Billy Wilder, y La mujer del cuadro, de Fritz Lang. En la primera, la adaptación de la novela de James M. Cain, es Barton Keyes, un hombre que fundamenta sus teorías en ese "enanito" que transporta dentro y el jefe y amigo de Fred MacMurray, ese agente de seguros que, por amor, estafa a su firma, y, por consiguiente, asimismo a su amigo.

En La mujer del cuadro, la soberbia y libre adaptación de la novela de J. H. Wallis Once Off Guard, Robinson interpreta a Richard Wanley, un apacible y tímido instructor de psicología, especialista en criminología, que, al detenerse enfrente de unas vitrinas, admira el retrato de una mujer (Joan Bennett) muy, muy bella. Después de haber bebido alguna copa de sobra, está en la calle con la mujer del cuadro, que le invita a su casa. A partir de aquí, el pobre instructor se va a ver envuelto en una pesadilla, tramada malévolamente por el profesor Lang, donde el sueño se confunde con la verdad. Robinson borda su papel, pero no se quedan atrás ni la Bennett ni un Dan Duryea inquietante.

La iniciativa del tiempo de pesadilla en un relato agradó a Fritz Lang, que para su siguiente largometraje, Perversidad (1945), una exclusiva versión de La Golfa (1931), de Jean Renoir, volvió a invitar al mal sueño a los tres personajes principales de La mujer del cuadro, Joan Bennett, Dan Duryea y, naturalmente, Edward G. Robinson. Este está de nuevo inconmensurable incorporando a un atribulado cajero que sostiene una mediocre relación matrimonial con su mujer, una mujer fría y calculadora que no le deja ni respirar, con lo que dedica la mayoría de su tiempo en el hogar a colorear.

La ironía con que muestra Lang a su personaje principal, el azar enigmático que escoge que Robinson y una mujer de enorme hermosura se conozcan, la situación tan insostenible que fuerza a un hombre sencillo a cometer un desfalco en su compañía, colorear y no firmar sus cuadros a fin de que los estable la mujer, todo oculta un trasfondo tan irónico que explota a la luz en el momento en que presenciamos el destino mortal de ese pequeño burgués que termina siendo un artista de éxito y un homicida cuyo delito queda impune, pero que va a vivir en la pobreza y atormentado por el continuo recuerdo.

Va a estar simplemente magistral en el momento en que, por año siguiente, el enorme Orson Welles le proporciona la posibilidad de trabajar a su lado, en El extraño (1946), interpretando a un cazador de nazis que deja huír a uno a fin de que le lleve hasta otro mucho más gordito, Welles, que vive, bajo otro nombre, respetado, en una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra. Y si aquí es un sabueso terco, pero relajado y ambicioso, en Cayo largo, que protagonizó bajo el mando de John Huston (1948), interpreta a un gángster en horas bajas, en caída absoluta (hasta sus secuaces resultan decadentes y horteras), con los nervios a puntito de saltar por los aires cualquier ocasión.

Cayo largo, efectuada desde una parte de teatro de Maxwell Anderson y redactada por el asimismo directivo Richard Brooks y por nuestro Huston, cuenta la crónica de un veterano de la Segunda Guerra Mundial que marcha a un hotel de Florida, en Cayo Largo, para poder ver al padre, un hombre inválido (Lionel Barrymore, que para entonces lo era enserio), y a la viuda de un compañero del ejército. A ese hotel llegan asimismo Robinson, su alcohólica apasionado (Claire Trevor) y sus matones, que raptan a el resto y fuerzan al veterano a patronear un yate que les lleve a Cuba. Hay poca acción en Cayo Largo: lo primordial es la tensión que crea Robinson en sus cautivos y entre sus hombres mismos. La película es mucho más muy conocida por contar entre sus créditos a Humphrey Bogart y Lauren Bacall, entonces ahora marido y mujer, pero quienes resultan recordables son Robinson, el gángster derrotado que mantiene la crueldad y la malicia como aspectos de identidad, de poder, y Claire Trevor, que ganó el Oscar a la mejor actriz secundaria.

Su cima crítica, que no siempre interpretativa, llegaría un año después, en 1949, en el momento en que, por su recreación de Gino Monetti en Odio entre hermanos, de Joseph L. Mankiewicz, ganaría el premio de Interpretación en el Festival Internacional de Cannes. Inspirada en un capítulo de una novela de Jerome Weidman, Mankiewicz vuelve a construir, en flash-back, la vida de un emigrante italiano, barbero de trabajo, encarnado fabulosamente por Robinson, que a fuerza de conducir el dinero de sus compatriotas se transforma en un peculiar banquero. Gran drama familiar de Mankiewicz, que, a su pesar, no ha podido regresar a tener Robinson para ninguna de sus siguientes grabes, como era su deseo.

Los años cincuenta fueron deplorables para Robinson. A pesar de haberse señalado como entre los actores que mucho más asistieron a la causa patriótica a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, su nombre fue asociado por chivatos con organizaciones marxistas. Fue llamado a testificar enfrente del Comité de Actividades Antiamericanas y fue proclamado limpio de toda sospecha. Pero el daño se encontraba ahora hecho.

Era llamado para películas de bajo presupuesto y los directivos no confiaban bastante en él. Sus interpretaciones mucho más conocidas en esta década fueron las de hombre de negocios sin escrúpulos en La pasión de su historia (1950), de Gregory Ratoff; John B. "Hans" Cobert, un popular jugador de béisbol, en Big Leaguer (1953), de Robert Aldrich; un muy elegante criminal, como siempre y en todo momento habituó a ser, en The Glass Webb (1953), de Jack Arnold; volvió a enfundarse la imagen de gángster, propia de los años treinta, en Martes negro (1954), de Hugo Fregonese; el odioso y conspirador hebreo Dathan de Los diez mandamientos (1956), de Cecil B. De Mille, y entre los amigos de Sinatra en Millonario de ilusiones (1959), de Frank Capra.

En 1956, se vio forzado a vender su conocida compilación de pintura impresionista, entre las mucho más enormes y reputadas de todo el mundo, para llevar a cabo en oposición al divorcio de su mujer de 29 años, la actriz Gladys Lloyd. Decide dejar el cine por unos años y regresa a Broadway para intervenir en la obra de Paddy Chayefsky "Middle of the Night", que fue un rotundo éxito. En los sesenta, regresa a gozar de buenos papeles. Vincente Minnelli le salva, en 1962, a fin de que acompañe a Kirk Douglas en esa continuación de Cautivos del Mal que fue Dos semanas en otra localidad, y Alexander Mackendrick le da el importancia de Huida hacia el Sur (1963). De aquí de ahora en adelante, sus visualizaciones van a ser mucho más bien secundarias, en grabes como El enorme combate (1964), de John Ford; El rey del juego (1965), de Norman Jewinson, o El oro de Mackenna (1969), de J. Lee Thompson.

Murió de cáncer sin ver estrenada su última película, Cuando el destino nos alcance (1973), de Richard Fleischer, donde Robinson se encontraba magnífico, a la vera de Charlton Henston, en la adaptación de la conocida novela de ciencia ficción de Harry Harrison "Make Room! Make Room!". Recibió un año antes, en 1972, un Oscar honorífico "por sus fantásticas interpretaciones en el cine, su gusto por las artes y por ser un ciudadano estadounidense modelo... En suma, un Hombre del Renacimiento. De sus amigos en la industria que le adoran". Los mismos que, a lo largo de mucho más de 4 décadas, no le dieron no solo una nominación al Oscar como mejor actor; trabajo en el que fue, más allá de su corta estatura, entre los mucho más enormes.

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Los matices y las sutilezas que llenan nuestras vidas son decididamente imprescindibles, ya que destacan la singularidad, y en el tema de la vida de alguien como Edward G. Robinson, que tuvo su significación en un momento concreto de la historia, es fundamental procurar mostrar una visión de su persona, vida y personalidad lo más rigurosa posible.

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