La historia de las civilizaciones la cuentan las personas queen el transcurrir de los siglos, gracias a sus obras, sus pensamientos, sus creaciones o su talento; han hecho queel mundo, de un modo u otro,prospere.
(Sandringham, 1841 - Londres, 1910) Rey de Gran Bretaña y también Irlanda, segundo hijo de la reina Victoria I de Inglaterra (1837-1901) y del príncipe consorte Alberto. Al opuesto que su madre, Eduardo se interesó en extremo por las cuestiones de política exterior, en las que tuvo un papel señalado más allá de que su solicitud de ser consultado sobre resoluciones políticas fuera ignorada la mayor parte de las ocasiones por sus primeros ministros. Su huella se dejó sentir en los pactos de la Entente Cordiale y la Entente Anglo-rusa, por su predominación sobre la mayor parte de las familias reales de europa, con las que se encontraba relacionado. Fue el motor del poderío naval británico. Su reinado apuntó la cúspide de la prosperidad y el poder colonial de Inglaterra. Antes de ser coronado rey se hacía llamar Alberto, al tiempo que en sus círculos mucho más íntimos se le conocía con el cariñoso diminutivo de "Bertie".
Si bien Eduardo prosiguió escrupulosamente el austero y robusto programa educativo trazado por sus progenitores, el joven príncipe heredero no tardó un buen tiempo en decepcionar a sus progenitores por su poco interés en los estudios. En sus primeros años de vida, el príncipe medró bajo la opresiva tutela materna. De naturaleza lúcida y algo rebelde, apasionado de las aventuras, desde pequeñísimo acompañó a sus progenitores en múltiples viajes oficiales al exterior, como el que hicieron en 1856 a París en la Corte del emperador Napoleón III (1852-1870). Eduardo quedó agradablemente impresionado por la sociedad parisina y la refinada cultura francesa, francofilia que nunca abandonaría y que a la postre resultaría esencial, en el momento en que accedió al trono, para buscar el acercamiento político y militar con el país galo.
Tras terminar su primera capacitación académica en Edimburgo, donde se interesó por la química industrial, el príncipe Eduardo adquirió una rápida instrucción militar sirviendo en el 16º Regimiento de Húsares, para, en 1858, entrar en la Universidad de Oxford, en donde tan solo estuvo un par de años, dados los desenlaces tan penosos que consiguió en todas y cada una de las materias. En 1860, Eduardo fue enviado al Canadá como gerente de la Corona, acompañado del ministro para las Colonias, el duque de Newcastle. El propósito del viaje no era otro que ingresar al príncipe en los temas de Estado y también comenzar su capacitación política para en el momento en que accediese al trono.
Pero a lo largo de su estancia de america, Eduardo se limitó a abrir inmuebles y a efectuar un viaje de exitación que le llevó a recorrer una gran parte de los Estados Unidos invitado de manera expresa por el presidente de aquel país, James Buchanan (1857-1861). De vuelta a Inglaterra en el mes de noviembre de ese año, Eduardo reinició sus estudios universitarios en Cambridge. Si la previo experiencia fue deplorable, la segunda superó con creces los pésimos resultados que se consiguieron en Oxford, hasta el punto de que, cansado de estudiar y de la rigidez que le era impuesta, el príncipe se escapó del centro para dirigirse de incógnito a Londres, donde por último se descubrió por 2 usados del palacio de Buckingham en la estación de Cadington, los que le condujeron nuevamente a Cambridge.
La muerte prematura del príncipe consorte Alberto, el 14 de diciembre de 1861, encerró a la reina Victoria en una actitud de incomprensión severa respecto a su hijo y heredero. La consecuencia de ese mal se tradujo en un sin corazón y estricto alejamiento de Eduardo de los temas de Estado por orden expresa de su madre, situación que sumió a éste en una profunda depresión ética, tanto por la desaparición de padre como por el desprecio de que era objeto y la frialdad con la que la reina no dejó de tratarle prácticamente hasta su muerte.
Aun en el momento en que Eduardo tenía mucho más de cincuenta años, la reina Victoria no dejó de reprenderle públicamente y en privado por todas y cada una aquellas ideas emprendidas por éste que la reina considerase inoportunas. Con intención de liberarse de la opresión materna y de la asfixia que sentía en palacio, en el mes de febrero de 1862 emprendió un largo viaje de exitación que le llevó a Egipto y a Tierra Santa. Una vez de regreso a Inglaterra, en la primavera siguiente, el diez de marzo de 1863 contrajo matrimonio con la princesa Alejandra de Dinamarca, hija mayor del futuro rey Cristian IX.
Los idóneas germanófobos de la princesa de Gales fueron de forma fácil compartidos por Eduardo, especialmente en el momento en que desde 1888 empezó a formarse una franca hostilidad entre éste y su sobrino, el recién coronado kaiser de Alemania Guillermo II (1888-1918). Este hecho forzó al príncipe a buscar la amistad de los países antigermanos. De esta unión nacieron cinco hijos, entre ellos: Alberto Víctor, duque de Clarence y heredero a la Corona, pero de corto alcance y aquejado de fuertes desequilibrios psíquicos, que murió en 1892; el duque de York, futuro rey Jorge V (1910-1936); y una hija, Maud, que se transformó en reina de Noruega en 1905 por su matrimonio con Haakon VII (1905-1957).
Culpado por la reina Victoria a la inacción política, Eduardo se volcó hacia la actividad mundana y popular, a la que por otro lado era tan aficionado; estableció su vivienda en el palacio de Marlborough House, que se transformó en el templo de la distinción y en el centro neurálgico donde se reunían los enormes del reino y lo mucho más granado de la sociedad inglesa y mundial (escritores, versistas, artistas, actores, intelectuales, banqueros, políticos, jefes de Estado, etcétera.). Apesar de su gordura, Eduardo se transformó en el árbitro de la distinción y los buenos métodos, artes que cultivaba con perfección merced a su cosmopolitismo en sus deseos, que todos y cada uno de los que le rodeaban se apuraban a imitar. Los bailes y fiestas que organizaba se hicieron conocidos en todo el país, contrastando con la responsabilidad y sobriedad palaciega impuestas por su madre en Buckingham Palace.
Como viajero infatigable que era, tanto Eduardo como su mujer hicieron un óptimo número de viajes al extranjero, todos ellos criticados por la reina Victoria, pero que a la postre prestaron una tarea diplomática a su país de primer orden a lo largo de los años anteriores al estallido de la Primera Guerra Mundial. Eduardo volvió a conocer París en 1868, entonces Marieubad, Baden-Baden, Cannes (visita que contribuyó a poner de tendencia la Costa Azul entre la clase noble y acaudalada de Europa), Potsdam, Schönbrunn y Peterhoft, siempre y en todo momento cubierto del esplendor y el lujo decadente propio de la Europa imperial de finales del siglo XIX.
Si bien consagrado a la buena vida, a los bienestares de la mesa, a los hipódromos, al juego y a la compañía femenina, Eduardo no dejó a un lado sus trabajos como príncipe de Gales y heredero al trono británico. Ferviente imperialista y con pasión por la excelencia nacional, se dedicó a conocer los territorios del Imperio y particularmente la India, viaje que efectuó en 1875, recorriendo prácticamente toda la colonia (Bombay, Madrás, Calcuta, Capawora, Allahabad). Dos años antes representó a su madre en la Exposición Universal de Viena. En 1885 Eduardo visitó Irlanda y en 1889 viajó hasta San Petersburgo para ayudar representando a la Corona a las exequias del zar Alejandro III de Rusia.
En 1894 acompañó a su madre a Alemania, en una visita de relevancia diplomática, puesto que las relaciones entre los dos países pese al vínculo de las dos coronas habían entrado en una etapa en especial crítica a consecuencia de la política anexionista y militar que había emprendido el joven emperador alemán. La vida disoluta y desentendida del príncipe y la poca discreción de éste respecto de su historia privada, llena de amantes, escándalos de todo género y fiestas continuas, fortalecieron la convicción de la reina Victoria de que su hijo carecía de la compromiso y de las reacciones mínimas que se aguardaban del heredero de una Corona tan esencial como la británica.
Al fin, en el momento en que contaba cincuenta y nueve años de edad, Eduardo fue proclamado rey de Gran Bretaña el 25 de junio de 1901. En contra de la opinión general de la clase política gracias a su pasado, el nuevo rey impresionó favorablemente al asumir desde un primer instante la grave compromiso que se abatía sobre sus espaldas tras ser coronado el rey de la primera capacidad mundial en esos instantes. Toda su preocupación fue devolver a la realeza británica su esplendor, reafirmando al tiempo sus prerrogativas. Para ello, insistió en que las liturgias de su coronación, postergadas al 9 de agosto de 1902 a consecuencia de una grave recaída de su salud, fuesen totalmente punto lujosas.
Solamente subir al trono, Eduardo VII expresó sus deseos de ser rigurosamente respetuoso con la Constitución y las leyes que se acordaran en el Parlamento. No obstante, siendo como era tan minucioso en cuestiones de etiqueta, representación y jerarquía, debió someterse a la intención de sus primeros ministros, con los que jamás llegó a sintonizar de forma adecuada, singularmente con Arthur James Balfour, jefe del Gobierno entre 1902 y 1905, y con el marqués de Lansdowne, jefe del Foreign Office. Finalmente, su pereza y ánimo, tan poco acorde para redactar reportes y también interesarse por los temas internos del reino, provocaron que éste abandonase la política interior completamente a cargo de sus ministros.
Aun de esta forma, entre los 2 campos en los que Eduardo VII mostró una absoluta predilección y también interés fue el de las cuestiones militares y navales específicamente. Eduardo VII aportó su acompañamiento incondicional a las reformas del ejército llevadas a cabo por Richard Burton, vizconde de Cloan, quien realizó un ambicioso programa para actualizar las instalaciones y el material, los dos completamente obsoletos. Gracias a la colaboración de John Arbuthnot Fisher, primer lord del Almirantazgo, Eduardo VII logró imponerse a la mayor parte de los integrantes del Parlamento que se oponían a la modernización de la flota inglesa. Demostrando una enorme clarividencia en cuestiones de política exterior, Eduardo VII mandó a Fisher adoptar la flota inglesa a las novedosas perspectivas de pelea contra la marina alemana.
Fisher reconstruyó por completó todos y cada uno de los puertos esencial de la isla y concentró en ellos todos y cada uno de los navíos de guerra británicos que estaban esparcidos por todos y cada uno de los océanos. También se edificaron nuevos y mucho más poderosos acorazados, los conocidos Dreagnoughts, buques que disponían de un colosal tonelaje y de los adelantos mucho más modernos en artillería naval. De los treinta y siete acorazados con que contaba Gran Bretaña en el momento en que Eduardo VII subió al trono en 1901, a su muerte la marina británica tenía cincuenta y seis, capaces de mover cerca de 900.000 toneladas, a los que había que agregar un óptimo número de submarinos, cruceros, torpederos y destroyers.
La otra enorme pasión de Eduardo VII se desarrolló en el chato diplomático y en las relaciones con el exterior. Durante los nueve años de su reinado, el monarca procuró llevar la dirección de la política exterior de su país y también imponer sus ideas, empeño por el que sostuvo serios encontronazos con el Parlamento. A los pocos días de ser nombrado rey, Eduardo VII forzó al Gobierno a fin de que firmase la paz con el Transvaal que puso fin a la sanguinolenta Guerra de los Boers. Siguiendo exactamente la misma senda de la cordialidad y la confraternación, el monarca asimismo jugó un señalado papel en el estrechamiento de las relaciones a dos bandas con Japón, los Estados Unidos y España, monarquía con la que asimismo se encontraba vinculada la vivienda real de los Windsor.
Gracias a su conocida visita oficial a Francia, en 1903, Eduardo VII contribuyó decisivamente a la firma de la coalición, por año siguiente, entre los dos países famosa como Entente Cordial, viaje en el que, merced a sus hábiles expresiones y a su actitud tan jovial que conquistó el aplauso de los parisienses y la seguridad del presidente de la República francesa Émile Loubet, se causó el deshielo preciso a fin de que los dos países se unieran en oposición a una mucho más que viable agresión por la parte de Alemania. Eduardo VII asimismo logró comprender públicamente su deseo de arrimarse a la Rusia zarista, la que llevaba un buen tiempo enfrentada a Alemania por cuestiones territoriales en el este de Europa y en los Balcanes. Sus sentimientos antialemanes fueron siempre y en todo momento a la par con el tiempo de rivalidad tan severa que existía entre los dos países.
Los últimos meses de su reinado han quedado ensombrecidos por el enorme enfrentamiento surgido por el presupuesto del presidente David Lloyd George y por la crisis constitucional que se produjo a propósito de la Cámara de los Lores. De forma súbita, justo en la mitad de la tempestad política que sacudía a todo el país, Eduardo VII cayó dificultosamente enfermo a fines de abril de 1910, y murió de repente el 6 de mayo.
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