(Diógenes de Sínope, llamado el Cínico; Sínope, c. 404 a.J.C. - ?, c. 323) Filósofo heleno. Fue el acólito más importante de Antístenes, principal creador de la escuela insolente. Dado que no se guarda ningún escrito de el, solo es viable reconstruir sus ideas mediante las múltiples anécdotas que circularon sobre su figura, las que reflejan mucho más un método de vida que un alegato filosófico articulado. Llamado por Platón «Sócrates delirante», Diógenes iba siempre y en todo momento descalzo, vestía una cubierta y vivía en un tonel, rechazando los convencionalismos, los honores y riquezas e inclusive toda tentativa de conocimiento; para él, la virtud era el soberano bien. Objeto de broma y, al unísono, de respeto para los atenienses, para el estoico Epicteto fue modelo de sabiduría.
Coetáneo de Aristóteles, Diógenes asimismo era meteco en Atenas, adonde llegó tras el año 362 a.C., y estuvo bajo la predominación del pensador Antístenes. Diógenes abogaba por un modo de vida ascético y lo ponía en práctica; se fundamentaba en la autosuficiencia y en un estricto entrenamiento del cuerpo para tener las inferiores pretensiones probables. Con estos planteamientos rompía con el ideal del hombre como animal político que todavía sostenía Aristóteles. Creía que la alegría se conseguía a través de la satisfacción única de las pretensiones naturales en el modo perfecto mucho más simple y práctico, sin estar condicionado por el peso de las instituciones. Consideraba que las convenciones contrarias a estos principios no eran naturales y debían ignorarse. Por esta razón se le llamó kyon (perro), de donde deriva el nombre de insolentes. Con sus enseñanzas, cambió la ética de la región por la ética del sabio, iniciativa que se sostendría para toda la vida en la filosofía griega.
Se contaron mucho más anécdotas y leyendas sobre la vida de Diógenes de Sínope que de algún otro pensador. Considerando su peculiar forma de vida, es realmente difícil eludir hacerse una secuencia de cuestiones. ¿Por qué vivía en un tonel? ¿Por qué rechazaba cualquier clase de tranquilidad, hasta el punto de vestir solo una túnica o de relamer el agua de los charcos, como hacen los perros? ¿Y qué deseaba decir con su busco un hombre, su contestación a todo el que que le preguntaba por su caminar a plena luz del día por las calles de Atenas llevando un farol encendido en la mano?
Diógenes fue el primero de una nutrida pléyade de pensadores que comprendieron la sabiduría como el rechazo de la vida ordinaria. Provistos de una túnica y una escudilla, orgullosos de su pobreza, deambulaban limosneando por las ciudades de Grecia predicando el ascetismo, el retorno a la vida natural, el abandono de toda actividad intelectual y el desprecio a las comodidades. Los atenienses consideraron que semejante excentricidad, rayana en la disparidad, era en cambio rica en amonestaciones, tal es así que acabaron por ver a aquel pensador que comía, dormía y hacía sus pretensiones anatómicos enfrente de todo el planeta y sin importarle el sitio.
La profusión de anécdotas contadas por Diógenes Laercio deja ilustrar su pensamiento. Una vez llegado a Atenas, Diógenes fue al acercamiento de Antístenes. Éste, que no admitía a absolutamente nadie como alumno, lo rechazó, y Diógenes decidió perseverar hasta conseguir escaparse con la suya. Así hasta el momento en que, en determinada ocasión, Antístenes blandió enfurecido su bastón contra él. Y Diógenes, ofertando su cabeza, contestó: "Golpea, ya que no vas a encontrar madera tan dura que sea con la capacidad de hacerme abandonar de mi empeño en conseguir que me afirmes algo, como pienso que tienes que llevar a cabo". Desde entonces se transformó en su alumno. El valor concedido a una estable determinación de la intención apoyada en la razón se desprende de su actitud.
La austeridad era su regla de vida, y esto le dejaba ser sin dependencia de cualquier necesidad. Al parecer, fue el primero que redobló su túnica, llevado por la necesidad de reposar envuelto en ella, y llevaba consigo una escudilla donde recogía sus viandas. Se servía indiferentemente de cualquier sitio para toda actividad, ahora fuera desayunar, reposar o dialogar. Y acostumbraba a decir que los atenienses aun le habían procurado un espacio en el que recogerse: el pórtico de Zeus y la salón de las procesiones.
La riqueza de quien nada tiene se expone en esta oración que se le asigna: "Todo forma parte a los dioses; los sabios somos amigos de los dioses; los recursos de los dioses amigos son recurrentes. Por eso los sabios lo tienen todo". Cierto día, tras ver a un niño tomar agua en el cuenco de su mano abierta, lanzó la escudilla que llevaba en la alforja, diciendo: "Un niño me dió una lección de facilidad". También se despojó de su plato al notar a otro niño que, al rompérsele el de el, puso las lentejas que comía en la concavidad de un trozo de pan. Y intentando encontrar siempre y en todo momento acostumbrarse a las adversidades, en verano se revolcaba en la arena ardiente, y en invierno se abrazaba a las esculturas repletas de nieve.
Del respeto que Diógenes provocó pese a sus peculiaridades da fe el popular acercamiento con Alejandro. Llegado a Corinto, Alejandro Magno sintió deseos de saber al enorme pensador, que, si bien rondaba los ochenta años, preservaba íntegras sus facultades. Sentado bajo un cobertizo, calentándose al sol, Diógenes miró al rey con total indiferencia. Según Plutarco, en el momento en que Alejandro se le presentó diciendo «Soy Alejandro, el rey», Diógenes le respondió: «Y yo soy Diógenes, el Cínico». «¿Puedo realizar algo por ti?», le preguntó Alejandro, y el pensador respondió: «Sí, puedes hacerme la merced de marcharte, pues con tu sombra me andas sacando el sol». Más tarde afirmaría Alejandro a sus amigos: «Si no fuera Alejandro, quisiese ser Diógenes».
En el momento en que Diógenes de Sínope murió, los atenienses le dedicaron un monumento: una columna sobre la que descansaba un animal (un perro), símbolo del regreso a la naturaleza (o, mejor, a la vericidad de la vida) cuya necesidad el pensador mantuvo. Su vida no fue simple: el desprecio de los bienestares, el terminado dominio del propio cuerpo, la anulación de las pasiones, de las pretensiones y de cualquier vínculo popular permanente, necesitan de un enorme esfuerzo, especialidad, prestancia física y de una indomable tensión ética. Diógenes tenía todas y cada una estas características, tal como una acusada atracción por la sátira, la paradoja y el humor. Iconoclasta, profanador, opuesto a cualquier clase de erudición e inclusive de cultura, siempre y en todo momento prefirió expresarse a través de la acción, el accionar y las selecciones específicas, mucho más que a través de contenidos escritos escritos: a un acólito de Zenón de Elea que mantenía la inexistencia del movimiento, le respondió poniéndose de pie y echándose a caminar.
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