Burt Lancaster

Ya sea inspirando a más personas o siendo parte de la actuación. Burt Lancaster es uno de esos seres humanos cuya vida, en verdad, merece nuestro interés debido al nivel de influencia que tuvo en la historia.Conocer la vida de Burt Lancaster es conocer más sobre periodo preciso de la historia del ser humano.

Si has llegado hasta aquí es porque tienes consciencia de la trascendencia que detentó Burt Lancaster en la historia. La forma en que vivió y las cosas que hizo durante el tiempo que permaneció en la tierra fue decisivo no sólo para aquellas personas que conocieron a Burt Lancaster, sino que posiblemente produjo una señal mucho más honda de lo que logremosimaginar en la vida de gente que tal vez jamás conocieron ni conocerán ya jamás a Burt Lancaster de modo personal.Burt Lancaster fue un ser humano que, por alguna causa, merece ser recordado, y que para bien o para mal, su nombre nunca debe borrarse de la historia.

Conocer las luces y las sombras de las personas significativas como Burt Lancaster, personas que hacen rotar y transformarse al mundo, es algo sustancial para que podamos valorar no sólo la existencia de Burt Lancaster, sino la de toda aquellas gentes que fueron inspiradas por Burt Lancaster, gentes a quienes de un modo u otro Burt Lancaster influyó, y por supuesto, conocer y descifrar cómo fue vivir en el momento de la historia y la sociedad en la que vivió Burt Lancaster.

Las biografías y las vidas de personas que, como Burt Lancaster, atraen nuestra curiosidad, deben valernos siempre como punto de referencia y reflexión para ofrendar un marco y un contexto a otra sociedad y otra época de la historia que no son las nuestras. Hacer un esfuerzo por comprender la biografía de Burt Lancaster, el motivo por qué Burt Lancaster vivió como lo hizo y actuó del modo en que lo hizo a lo largo de su vida, es algo que nos impulsará por un lado a conocer mejor el alma del ser humano, y por el otro, el modo en que avanza, de forma implacable, la historia.

Vida y Biografía de Burt Lancaster

(Burton Stephen Lancaster; Nueva York, 1913 - Los Ángeles, 1994) Actor cinematográfico estadounidense. A los dieciséis años daba clases de gimnasia en la Universidad de Nueva York y de baloncesto en la Settlement House, mientras que se adiestraba con el trapecista Nick Cravat, con el que, después, formó pareja como saltimbanqui en 2 películas recordables del género de aventuras, El halcón y la flecha y El alarmante burlón. En 1932 los dos formaron un número acrobático que recorrió el país de circo en circo (si bien, esencialmente, en el Kay Brother Circus). Años después, a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, sirvieron en el Quinto Ejército, en una sección particular que se encargaba del diversión de las tropas que luchaban en ultramar.

Licenciado en 1946, regresó a Nueva York y, tras un corto paso por el teatro, se descubrió por Mark Hellinger, quien le llevó a la Universal para interpretar, en la pieza maestra de Robert Siodmak, Forajidos (1946), a un boxeador fracasado que se ve asombrado en una intriga de muerte y seducido por los inestimables encantos de una Ava Gardner jamás tan atractiva, embutida en un insinuante vestido de satén negro. Gracias a las interpretaciones que los dos hicieron de esos individuos malditos, que exudaban erotismo por todos y cada uno de los poros, la película ingresó próximamente en la mitología del cine negro.

Burt Lancaster prosiguió desenvolviéndose a las mil maravillas por la senda negra, atemorizando a Bárbara Stanwyck en un largometraje magnífico de Anatole Litvak, Voces de muerte (1948). En El abrazo de la desaparición (1949), de Robert Siodmak, se vio abocado por el influjo de una mujer (Yvonne De Carlo) a formar parte en un golpe insensato, un atraco especial en un hipódromo, teniendo como cómplice exactamente al nuevo compañero de la mujer, un arriesgado gángster (el siempre y en todo momento inquietante Dan Duryea). Lancaster volvió a encarnar a un hombre físicamente dotado pero sentimentalmente enclenque que termina siendo manejado por una mujer (como en Forajidos), ofuscado por el cariño o por el deseo sexual.

Rápidamente, Lancaster interpretó el Dardo de El halcón y la flecha (1950), de Jacques Tourneur, y el pirata de El alarmante burlón (1952), de Robert Siodmak. En la primera, Lancaster se destapa como el aguerrido y risueño héroe italiano medieval que pelea por su hijo, por el cariño de una Virginia Mayo (con los labios en Technicolor) y por la independencia de su tierra, Lombardía. En la segunda es un gallardo pirata en entre las piezas tradicionales del género de aventuras, por no decir del cine por norma general. En las dos tenía un viejo amigo para, entre mandoble, galanteo y caída de candelas, guardarle las espaldas: su mudo compañero Nick Cravat.

En medio de estos 2 tradicionales, salió por vez primera al oeste estadounidense de la mano, raramente, de un enorme especialista en la aventura, Richard Thorpe: El valle de la venganza (1951) fue de hecho su primer western. Pero volvió tres años después de forma fuerte en 2 magistrales muestras del género. Antes, en 1953, se dio el baño mucho más popular de la historia del cine, quizá por el hecho de que lo logró con una muy bella Deborah Kerr (encorsetada en un bañador atrevidísimo para la temporada) en el papel mucho más erótico y seductor de toda su trayectoria: el que interpretó en el largometraje De aquí a la eternidad, de Fred Zinnemann, que se transformó en un éxito colosal y mereció ocho Oscar, incluyendo el de mejor película. Burt Lancaster impresionó con su sobria interpretación, lo que le valió el primer premio de la crítica de Nueva York y una candidatura para el Oscar.

Burt Lancaster fue, además de esto, el primer actor de su generación que se percató a tiempo de la fragilidad del sistema de los enormes estudios y se lanzó a generar por su cuenta. Junto al célebre escritor de guiones Ben Hecht creó en 1947 la Norma Production, que con la incorporación de James Hill pasaría a nombrarse Hecht-Hill-Lancaster. Los frutos llegaron con Apache (1954), de Robert Aldrich (entre los primeros alegatos a favor de la maltratada y exterminada raza india que contó con la espléndida interpretación de un Lancaster embetunado para la ocasión), y más que nada, en ese año, con Veracruz, del mismo Aldrich.

Lancaster incorporaba a un personaje algo fallido, un vividor con sonrisa asesina tan detestable como cautivador; todo lo opuesto que su compañero Gary Cooper, reflexivo, relajado, justo y también imbuido de sus principios morales. No les quedó mucho más antídoto que vivir juntos exactamente las mismas aventuras, exactamente la misma epopeya, en un desafío interpretativo prácticamente épico. La actriz de españa Sara Montiel lució su fantástico físico en medio de estos 2 monstruos de la pantalla.

Se lanzó a la dirección con El hombre de Kentucky (1955), que no aportó nada nuevo a su trayectoria; volvería a procurarlo, varios años después, en El hombre de medianoche (1974), que corrió exactamente la misma suerte. También en 1955 aportó una soberbia calma a su personaje de despreocupado italiano en La rosa tatuada, de Daniel Mann, al lado de Anna Magnani, según la obra homónima de Tennessee Williams. Viajó un año después a Europa para evocar viejas acrobacias en Trapecio, de Carol Reed, una atractiva cinta de trapecistas que se lanzan en un triple salto mortal sin red. Estos imprudentes del aire eran, además de Burt Lancaster, Tony Curtis y una extraordinaria Gina Lollobrigida.

En 1957 regresó al género del Oeste interpretando al Wyatt Earp de Duelo de Titanes, de John Sturges, una exclusiva versión del viejo tema del combate entre los Clanton y los Earp en O.K. Corral, ahora llevado fabulosamente al celuloide por John Ford en Pasión de los fuertes (1946). En esta ocasión, Dimitri Tiomkin compuso una pegadiza y original armonía que se realizó muy familiar. El Oscar le llegó con El fuego y la palabra (1960), de Richard Brooks, donde da vida de forma sublime, bajo el aspecto del altruismo y de la generosidad, a un falso evangelista que, con la bendición de la religión, manipula no sin un cierto regocijo a las masas crédulas y traumatizadas a través del mítico chantaje del infierno.

Con ¿Campeones o vencidos? (1961), de Stanley Kramer, empezó una sucesión de interpretaciones humanitarias y agradables. Le prosiguió su alentador trabajo para El hombre de Alcatraz (1962) de John Frankenheimer, una atrayente reconstrucción de la reconversión de un criminal en un ornitólogo de prestigio; y acabó con Ángeles sin paraíso (1963), una emocionante película de John Cassavetes sobre los pequeños con inconvenientes para tener relaciones con el resto.

Ese año marchó a Italia para ponerse bajo el mando de Luchino Visconti. Lancaster estuvo sublime como el príncipe don Fabrizio Salina, en entre los mucho más hermosos, frescos y románticos grabes de la historia: El Gatopardo, un auténtico tradicional del cine histórico y político. Con Visconti, once años después, volvió a estar magnífico en Confidencias (1974). Lancaster se reencarnó en un instructor avejentado, apasionado de la literatura y la pintura, que siente llegar la desaparición, y que se enfrentamiento entre angustias personales y el infortunio de tener que comunicar sitio con jóvenes burgueses disolutos y desorganizados, inútiles de sentir ni el arte ni la vida. En Italia participaría aún en otro título mítico, en esta ocasión obra de Bernardo Bertolucci: Novecento (1976), que, como El Gatopardo y Confidencias, volvió a fracasar entre sus compatriotas.

A lo largo de los años setenta apareció en un largometraje que puso de tendencia los artículos de catástrofes: Aeropuerto (1970), de George Seaton. Y, después, en otro que asistió a remarcar el género, El puente de Cassandra (George Pan Cosmatos, 1977). Ofreció una de sus mejores interpretaciones en La venganza de Ulzana (1972), un increíble western de Robert Aldrich, y también intervino asimismo en la esencial superproducción Amanecer Zulú (1979), de Douglas Hickox.

Su presencia fue requerida para tres grabes de culto en los años ochenta: Un tipo excelente (1983), de Bill Forsyth, donde interpreta a un magnate ofuscado con contemplar una aurora boreal, con lo que quiere obtener un pueblo; La piel (1981), de Liliana Cavani; y Atlantic City (1980), de Louis Malle, por la que fue de nuevo nominado al Oscar merced a su inolvidable interpretación. Todavía en 1989 resultó un lujo volverle a conocer en esa pequeña joya del cine que es Campo de sueños, de Phil Alden Robinson, interpretando a un doctor que tomó los caminos que la vida le ha brindado, pero que jamás ha olvidado lo que el Baseball había concepto para él.

La carrera cinematográfica de Burt Lancaster atravesó diferentes etapas: en los años cincuenta fue entre los mucho más insignes acróbatas del cine de aventuras; en los años sesenta se sublevó como el mucho más empecinado actor de culto; en los años setenta fue una partida segura para las producciones en las que participaba, y en los ochenta disfrutó de una madurez gloriosa. Asusta ver la inigualable filmografía de un actor irreproducible, con la capacidad de saltar encima de un caballo, pasar por un aristócrata italiano o columpiarse a 25 metros de altura. Lancaster no paró de asombrar a las diferentes generaciones de cinéfilos que lo fueron conociendo por medio de sus películas. Cuando en sus principios fue clasificado como un actor de registro con limite, Lancaster dio cantidad y calidad, y supo silenciar las lenguas que le asignaban escasas armas para vencer.

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