Fernando de Herrera

La historia universal está escrita por las mujeres y hombres queen el transcurrir de los siglos, gracias a sus obras, sus pensamientos, sus creaciones o su talento; han hecho quela sociedad, de un modo u otro,prospere.

Si has llegado hasta aquí es porque tienes conocimiento de la relevancia que atesoró Fernando de Herrera en la historia. El modo en que vivió y aquello que hizo en el tiempo en que estuvo en la tierra fue decisivo no sólo para quienes trataron a Fernando de Herrera, sino que posiblemente legó una huella mucho más honda de lo que logremosimaginar en la vida de personas que tal vez nunca conocieron ni conocerán ya nunca a Fernando de Herrera en persona.Fernando de Herrera ha sido una persona que, por alguna causa, merece no ser olvidado, y que para bien o para mal, su nombre jamás debe borrarse de la historia.

Las biografías y las vidas de personas que, como Fernando de Herrera, atraen nuestra atención, tienen que ayudarnos en todo momento como punto de referencia y reflexión para conferir un marco y un contexto a otra sociedad y otra época que no son las nuestras. Tratar de entender la biografía de Fernando de Herrera, el motivo por el cual Fernando de Herrera vivió del modo en que lo hizo y actuó de la forma en que lo hizo en su vida, es algo que nos ayudará por un lado a entender mejor el alma del ser humano, y por el otro, el modo en que se mueve, de forma inevitable, la historia.

Vida y Biografía de Fernando de Herrera

(Sevilla, 1534 - id., 1597) Poeta, historiador y crítico español, llamado el Divino por sus contemporáneos. Principal gerente de la escuela poética sevillana del siglo XVI, su obra representa la transición desde el clasicismo renacentista de Garcilaso hacia la dificultad estilística barroca de Luis de Góngora y Francisco de Quevedo.

Más allá de nacer en una familia humilde (según lo que parece su padre era vendedor de velas), recibió, merced a su temprana amistad con quien fue su guía, el humanista Juan de Mal Lara, una refinada educación en distintas academias de Sevilla, en las que aprendió múltiples lenguas contemporáneas y tradicionales y amontonó un destacable conocimiento humanístico. En su juventud cursó estudios eclesiásticos y, si bien jamás fue ordenado sacerdote, recibió las órdenes inferiores y fue beneficiado por la parroquia de San Andrés. Con esta modesta contribución económica ha podido ocuparse a lo largo de toda su historia al estudio y a sus ocupaciones eruditas.

De prácticas parcas, prácticamente ascéticas, pocos capítulos tienen la posibilidad de destacarse de su biografía, salvedad llevada a cabo de su pasión segrega por la condesa de Gelves, doña Leonor de Millán, quien inspiró su poesía cariñosa hasta el punto de que, tras la desaparición de la condesa, Herrera no volvió a emprender esta temática. Su estilo, marcadamente erudito, precaución y formal, abundante en metáforas, representa la plena incorporación a la lírica de españa de elementos italianizantes, singularmente de Petrarca, y de las proposiciones precedentes de Garcilaso de la Vega y Juan Boscán, si bien asimismo se advierten influencias de Ausiàs March. Reticente a dar a conocer sus versos, solo publicó en vida una pequeña parte en Algunas proyectos de Fernando de Herrera (1582). Destacó además por sus poemas de trasfondo histórico y patriótico.

Una vida parca

Los datos que se tienen de la vida de Fernando de Herrera fueron extraídos en la mayoría de los casos de las novedades que da el Libro de reales retratos del pintor Francisco Pacheco (1599), con quien el poeta sostuvo usuales contactos en la localidad andaluza. Por él se conoce que medró en una familia noble honrada y modesta que le intentó una esmerada educación humanística en institutos particulares.

A lo largo de su juventud cursó estudios religiosos y recibió órdenes inferiores, merced a las que consiguió un beneficio eclesiástico en la parroquia sevillana de San Andrés. Se dedicó al cultivo de las letras y sus vínculos sociales se redujeron a un selecto conjunto de humanistas hispalenses, entre aquéllos que resaltan Juan de Mal Lara, Francisco de Medina, el poeta y pintor Pablo de Céspedes, Francisco Pacheco y los versistas Juan de la Cueva, Luis Barahona de Soto y Cristóbal de Mesa, entre otros muchos. Esta absoluta dedicación intelectual logró de Herrera un caso de muestra de la autoexigencia y del afán de sabiduría propios del humanismo de la temporada, todo lo que le valió el sobrenombre de El Divino.

Su vida careció, por ende, de enormes peripecias vitales, si bien lo reconocen una salvedad: la pasión intensa que sintió por Leonor de Milán, condesa de Gelves, quien desde 1559 fijó su vivienda en Sevilla y se transformó en la querida poética y en la musa inspiradora. El alcance de estos amores fué piedra de toque de la crítica herreriana, que frecuenta, en la mayoría de los casos, corroborar la sublimación de aquel sentimiento. Probablemente, más allá de que fue real un contacto entre los dos individuos que ha podido derivar hacia una dimensión sentimental, la práctica estilística de aquella relación responde a las fórmulas de la tradición poética del petrarquismo, donde se anota la producción de Herrera.

Sus primeros ensayos literarios se desarrollaron en la épica renacentista; aparentemente proyectó un grupo de poemas épicos (y asimismo ciertas proyectos en prosa) en los que trabajó meticulosamente y que tristemente se perdieron. El interés de su producción en prosa se enfoca en especial en sus notas a la poesía de Garcilaso de la Vega, publicadas con el título Obras de Garci-Lasso de la Vega con notas de Fernando de Herrera (1580), por el hecho de que, aparte de ser un comentario a un tradicional de la literatura, da una exposición del criterio de Herrera sobre la poesía y la dicción poética.

El hecho de que no hiciera referencia alguna a una edición similar que tres años antes efectuó Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense, se debió básicamente a su intención de mitigar las comparaciones con aquel y no tanto a eso que sus teóricos opositores catalogaron de omisión intencionada. El ataque directo que recibió por la parte de Juan Fernández de Velasco, a quien respondió con un opúsculo muy importante (Al muy Reverendo Padre Jacopín, Secretario de las Musas), supuso el comienzo visible de la pugna que, entre los seguidores de la escuela castellana (defensores de un “clasicismo” clásico) y los elementos de la escuela sevillana (mucho más acordes con el talante manierista) sucedió por entonces, antecedente del combate teorético que entonces se desarrollaría entre culteranos y conceptistas.

La verdad es que, mientras que el Brocense se limitó a apuntar con aspecto las fuentes y modelos seguidos por Garcilaso, Herrera examinó su obra con los criterios de la exégesis tradicional humanística, tratando dignificar la lengua castellana y sugiriendo asimismo un tratado de preceptiva literaria que resumía su teoría estética, fundamentada en la claridad formal y el estilo precaución, y atendiendo al unísono a la narración de los géneros poéticos, las formas métricas y sus manifestaciones en los escritores italianos y españoles.

La poesía de Fernando de Herrera

Introduzco en la trayectoria del italianismo iniciada por Boscán y Garcilaso, introductores de los modelos estróficos renacentistas en la poesía de españa del siglo XVI, Fernando de Herrera hace aparición como un continuador y un amplificador de sus tendencias poéticas. La plena asimilación del espíritu y de la manera renacentistas conseguida por Garcilaso se transforma en Herrera en una consagración única a su actividad poética y a su vocación intelectual.

Orgulloso, retraído y severo, dueño de una deliciosa cultura humanística y de un profundo conocimiento de la poesía italiana de su temporada, Herrera es el arquetipo del poeta del segundo Renacimiento, cuya actitud minoritaria y aristocrática prepara el advenimiento de las formas prebarrocas de la escuela de Antequera, antecedente directo del hermetismo de Góngora. Su método revolucionario, desde el criterio lingüístico, patente en la creciente introducción de cultismos; su irreprimible énfasis retórico unido a la mucho más pura inspiración, su denodado culto del arte, apoyado en el ahínco de reprimir el sentimiento en una forma hermosa y su incesante insatisfacción artística, le transforman en un claro antecesor del culteranismo.

La obra de Herrera, transmitida relativamente a lo largo de su historia a través de una edición antológica lista por él mismo (Algunas proyectos de Fernando de Herrera, Sevilla, 1582), y aumentada, veintidós años tras su muerte, en la edición de Francisco Pacheco, suegro del pintor Diego Velázquez (Versos de Fernando de Herrera, Sevilla, 1619), da una frágil serie de inconvenientes críticos, derivados de la diferente redacción de las creaciones comprendidas en ámbas ediciones. La pérdida, ocurrida tras la desaparición de Herrera, de los manuscritos terminantes que el poeta había listo ahora para la imprenta, fue compensada en parte con la edición de Pacheco, que usó cuadernos y notas salvadas del naufragio.

Según la crítica, el pintor hispalense cometió probables manipulaciones oratorias culteranas y arcaizantes, puesto que son muy visibles los cambios de estilo respecto a la edición de 1582, cuya oratoria, si bien fruto de un enorme esmero y un afán de reelaboración progresiva, no incurría en un estilo recargado mucho más próximo a la estética barroca. A estas ediciones debe añadirse la última publicación, al cargo de José Manuel Blecua, de sus Rimas nuevas (La capital española, 1948), abundante recopilación de 130 creaciones con 46 poesías completamente nuevas y también muy importantes variaciones en el artículo de los poemas ahora populares. Por la calidad de las poesías contenidas en esta recopilación y por la aportación de novedades nuevas cerca de la privacidad sentimental del poeta, esta edición tiene una relevancia que resulta necesario resaltar.

Si se examina la situación de Fernando de Herrera en la lírica castellana, puede advertirse que en su producción confluyen simultáneamente la mayor parte de los métodos comunes en la literatura renacentista de españa. En primera instancia es básica la asimilación de los códigos poéticos del petrarquismo y el italianismo introducidos por Garcilaso de la Vega y Juan Boscán. Por esta razón, semeja correcto ofrecer que la lírica del Siglo de Oro se sosten sobre un desarrollo progresivo en el que, de la balanceada armonía y el artificio muy elegante y también idealizado de Garcilaso, se pasaría a la abundancia imaginativa y sensorial del petrarquismo italianizante de Herrera para finalizar en el barroco gongorino o lopista.

En segundo término, cabe resaltar la relevancia de los metros habituales en la obra de Herrera, quien, desde muy joven, ensayó poemas cancioneriles siguiendo los usos de la poesía cortesana de finales del siglo XV, heredera del servicio de amor trovadoresco que tenía en la “belle dame sans merci” el objeto de culto literario perfecto para cantar la angustia cariñosa a través de el conceptismo y las paradojas oratorias. El último ingrediente de su poesía sería la filosofía neoplatónica, que Herrera quita de las fuentes comunes de la temporada (Plotino, León Hebreo, Baldassare Castiglione o J.C. Scaligero) y que se sintetiza en la entendimiento del amor como algo trascendente que da sentido a la vida, por el hecho de que piensa un deseo de disfrutar de la belleza real para lograr la divina y expresarla como una convención literaria, aspecto este que enlaza de manera directa con los temas y fundamentos predominantes de su obra lírica.

La poesía cariñosa

Es cierto que forman el abultado de exactamente la misma las creaciones de tema amoroso, en las que los modelos son fundamentalmente Garcilaso y Petrarca; la crítica ha insistido en la viable creación de un cancionero amoroso como lo fue el que Petrarca dedicó a su querida, Laura. Sin embargo, y alén de poder entablar las pautas que guiarían un acercamiento amoroso que pasaría de la súplica al éxtasis gozoso y después, por fin, a la lamentación desesperanzada, lo básico es admitir que su singularidad radica en que bajo la proyección sentimental o vivencial del poeta se encuentran las demandas de una tradición literaria sobre la que Herrera ahonda desde su peculiar estilo.

Por otra sección, el petrarquismo amoroso de Herrera tiene sus fuentes no solo en el Cancionero de Petrarca, sino más bien asimismo en las Rimas de Bembo y de otros petrarquistas italianos del siglo XVI, sin excluir una profunda predominación de la poesía metafísica y cariñosa de Ausiàs March. A estos modelos líricos une Herrera el culto de un neoplatonismo amoroso empapado de reminiscencias de Bembo y de León Hebreo, pero extraídas más que nada de El cortesano de Baldassare Castiglione.

La idealización cariñosa de la mujer querida, que podemos encontrar ahora en Petrarca, se transforma, en la lírica herreriana, en el mucho más puro idealismo platónico, por el que la mujer hace aparición a los ojos del poeta como "un divino esplendor de la Hermosura". Este amor, dirigido a un individuo real, doña Leonor de Milán, condesa de Gelves, está cantado por el poeta en una apasionada serie de sonetos, escogías, canciones y églogas donde, a través del alambicado conceptismo de las fórmulas petrarquistas, vibra un sentimiento real de la mucho más profunda sinceridad cariñosa.

Comúnmente se han visto tres instantes muy dispares en el cariño de Fernando de Herrera por doña Leonor: un instante inicial de súplica apasionada, donde el poeta canta su pasión y la angustia de su ilusión cariñosa; un instante central, en que el poeta arde de arrebatada embriaguez de amor, por la visible correo de la condesa; y, para finalizar, un instante radical en el que un inesperado cambio de actitud de la enamorada hace la melancolía y el desengaño del poeta, presa de un atormentado abandono. Este esquema resulta el día de hoy inexacto, ya que la última publicación de las Rimas nuevas de Herrera proyecta novedosa luz sobre su privacidad sentimental, da un sentido a contenidos escritos que ya existían y deja seguir la hipótesis absolutamente verosímil de un amor correspondido por la parte de la condesa.

Especialmente, un pasaje de la Égloga II, hasta este día nueva, donde el poeta, bajo disfraz bucólico, muestra su goce con pasión y la furtiva delicia de su amor, respira un sentimiento exaltado y una refinada sensualidad, que nos revelan un aspecto totalmente inédito en la poesía del enorme poeta hispalense. El deudor deleite con el que Herrera detalla una frágil escena de amor, con el abandono de la enamorada, sutil y reticente fusión de íntimo pudor y de pasión desvelada; las alusiones a un beso, a la desaparición jubilosa en el éxtasis de amor y la evocación nostálgica de "los tiernos latrocinios de la noche obscura / en el misterio y solo apartamiento", semejan sugerir la certeza de un amor humano y real, fallido prematuramente y con extendida estela de amargura y desengaño.

En torno a este instante culminante de la posesión cariñosa truncada por el desdén de la querida da un giro la órbita de la poesía herreriana. El poeta, que había cantado las trenzas doradas de su dama, los preciosos ojos que le quemaban con los rayos de su luz, la cálida fascinación de su voz, la nieve de su piel y la púrpura de sus labios, comienza un tono elegíaco de desilusión y melancolía. Su profunda melancolia lo transporta a cantar el sueño y el olvido, la fugaz brevedad de la vida, la amargura de su soledad. Es la anticipación del desengaño barroco, del que Herrera hace aparición como un precursor, sin parar de ser un tradicional.

La predominación de Petrarca es indudable en la armazón conceptual y metafórica de los poemas, en los que sorprenden las obsesivas imágenes lumínicas (Leonor puede ser Eliodora, Lumbre, Aurora, Delia o Estrella) y actúa el sentir de alguien que semeja estar “Preso en internet de Amor dorada y pura”, tolerando un sentimiento que encarna en las metáforas del amor (fuego, ardor) y en los juegos de contrarios tan usuales en las Rime de Petrarca. Para los dos versistas la querida es la existencia de lo divino en el planeta: la mujer se espiritualiza hasta transformarse en luz, y los sentimientos mucho más subjetivos quedan plasmados, según el ideal neoplatónico, en una naturaleza armónica que es reflejo de la divina. En consecuencia, los elementos del ambiente natural se transforman en cómplices de ese amor: la noche es símbolo de tristeza y desesperación, y el paisaje entero es testigo de un amor cuyo canto alegórico lo sublima hacia lo trascendental: “El prado que acostumbraba a estar contento / y el río de mi canto divertido / detallan de mi mal el sentimiento”.

Todos estos fundamentos los combina Herrera con el material amoroso de los cancioneros castellanos y de la poesía provenzal. El culto a la querida garantiza un sendero de perfección intelectual, fruto del conocimiento de las características inusuales que sostienen ese amor: “Bien, señora, entenderéis / que les va a saber ser útil mejor / quien sabe cuánto valéis”. Este sentimiento de obediencia no repara en la frustración y el mal por el hecho de que “Si es fallo estimar querer / yo cometí error grave”. La pasión idólatra y su expresión derivan hacia un preciosismo formal y un conceptismo de ideas en el que se conjugan el arte y el talento para hallar la perfección estética, superando de esta forma la restricción de unas metáforas y un vocabulario manidos por la tradición.

Poesía heroica y ética

Un segundo conjunto de creaciones lo forman los poemas de carácter heroico y patriótico con los que Herrera reinició su ambición épica juvenil. Al redactar estas creaciones tuvo como modelos principales a los tradicionales Horacio y Píndaro, los italianos del Renacimiento y el ejemplo de los libros bíblicos (Libro de los Reyes, Libro de los Jueces y Salmos, tal como las premoniciones de Isaías y Jeremías), aparte de la mitología pagana.

Herrera compuso canciones de tono entusiasta y exaltado que mencionaban a hechos históricos, como la Canción en alabanza de la Divina Magestad por la victoria del Señor Don Juan, mucho más famosa como Canción a la Batalla de Lepanto, o la que escribió con ocasión de la guerra de Alcazarquivir (1578), Por la pérdida del rey Don Sebastián, en las que lleva a cabo el tema de la derrota portuguesa en un tono alto y majestuoso.

También escribió ciertas elegías y sonetos aplicados a Carlos V (1516-1556), como En la abdicación de Carlos o A Carlos V Emperador, en las que prima el sentido providencialista de los hechos y un profundo sentimiento patriótico acorde con la España imperial de la Contrarreforma, en tiempos de Felipe II (1556-1598). También practicó poesía de carácter laudatorio a individuos y ciudades muy importantes de la temporada (al duque de Medina-Sidonia, al marqués de Tarifa o a Sevilla).

Para terminar es necesario refererir un corpus de poesía ética que aparece como la búsqueda de un ideal de virtud que supla el desengaño amoroso y que procede, en la mayoría de los casos, de fuentes de la tradición estoica. El inconveniente primordial de este conjunto lo forma la elegía A la pequeña luz del corto día, apuntada a Francisco de Medina, donde Herrera efectúa una reflexión metafísica sobre el correr del tiempo y el destino escencial que enmarca este poema en un espacio señalado (al lado de la Epístola a Arias Montano de Francisco de Aldana y la Epístola ética a Fabio de Andrés Fernández de Andrada) por dejar el colorido elevado y también incidir en el desengaño, preludiando la grave crisis barroca.

De su trayectoria literaria se desprende que Herrera fue un constructor sincrético, increíblemente culto y polifacético. Su contribución enseña sin grietas el tránsito del ideal de hermosura renacentista a la verdad del barroco que vestía de oro el infortunio, y representa frente un afán muy, muy claro por perfeccionar la lengua y la imaginación literaria de muchos siglos anteriores.

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